Archivo por meses: marzo 2014

¿Un nuevo 23F?

 

            En el explosivo libro de Pilar Urbano, La gran desmemoria, que aparecerá el próximo jueves, y que la autora nos adelantaba ayer en EM, el rey Juan Carlos aparece como el famoso elefante blanco, que hasta ahora endilgábamos al general Armada, como el gran responsable de la dimisión forzosa de Suárez. Los testimonios, comenzando por el del mismísimo ex presidente del Gobierno, e incluso por los de amigos íntimos del rey, son apabullantes. La irresponsabilidad del PSOE, con Felipe González al frente, dispuesto a vicepresidir un Gobierno con el general Armada al frente, no tiene nombre. Et sic de coeteris. Con lo que, si toda esta nueva versión se confirma, cambia por completo la historia del 23F, el rey yace por los suelos, se agranda la gran traición al presidente Adolfo Suárez, que antes quedaba reducida a unos cuantos militares y a unos cuantos políticos, y sólo queda engrandecida la figura de éste último. Hoy, cuando, se celebran en la catedral de la Almudena, de Madrid, sus funerales, con la asistencia impávida de tantos de sus traidores...

El ciego de nacimiento

(Cuarto domingo de Cuaresma, Jn 9, 1-41)

 

Al pasar Jesús,

un día de sábado,

por una calle de Jerusalén,

vio un ciego ambulante

y entonces,

única vez en su vida,

cambió su modo de curar:

escupiendo en el suelo,

hizo una pizca de barro

-símbolo popular de la ceguera-,

con él  untó sus ojos invidentes

y  le ordenó lavarse con el agua

de la piscina de Siloé,

fresca de divinas bendiciones:

un genuino bautismo para Juan.

 

De nuevo un ciego volvía a ver

por obra del profeta nazareno:

Luz del mundo,

Hijo del Hombre,

al que el ciego creyó a pie juntillas.

Al decir del Maestro,

ni aquél “nació todo entero” en pecado,

ni pecaron sus padres,

como solían pensar  los judíos devotos,

esclavos de la Ley.

¿Qué importa que fuera un día de sábado?

Jesús es el señor

del sábado,

y el hombre doliente está

por encima del sábado.

 

Los que hasta entonces no veían vieron,

y quienes creían ver

ciegos quedaron,

lejos de la Luz.

 

 

¿Quién es más violento…?

 

          No saben bien los responsables de las últimas manifestciones, que han acabado en violencias vandálicas, en ocasiones casi mortales, contra policías, y de graves  violencias contra bienes cívicos, el daño que hacen a las nobles causas que dicen defender y proclamar, por no impedir, de todas las maneras posibles, esa barbarie y no condenarla sin reservas de inmediato: el ochenta por ciento, cuando no más, de los españoles acaban detestando tales manifestaciones y a todos sus dirigentes. Sucede, por desgracia, que algunos de éstos todavía llevan en su ADN político, sindical o social la violencia, que llaman de respuesta, como parte de su ideología. Grave error y grave herencia de bárbaros seudoprogresistas. Tales responsables debieran pagar todos los daños ocasionados en cada una de esas razzias. Dicho lo cual, me pregunto al mismo tiempo, sin querer compensar ni suavizar mis juicios anteriores: ¿Quién es más violento contra la sociedad y contra los bienes de la misma, y sobre todo en estos momentos: el parado, el hambriento, el paria de la tierra, que tira piedras contra la fuerza pública o rompe las lunas de un banco, acciones necesariamente punibles, o el banquero, financiero, consejero o logrero, todos ellos impunes, que cobran seis, ocho, diez… millones de euros al año?

Ante cuatro retratos cortesanos

 

         En el Museo Bellas Artes. de Bilbao, me paso un cuarto de la tarde admirando los cuatro retratos cortesanos de la sala. El más antiguo es el célebre Felipe Ii como príncipe, del holandés Anthonis Mor van Dashurst (Utrecht, 1519 – Amberes, c.1576), conocido entre nosotros como Antonio Moro, pintor favorito del rey de España, que lo pintó, príncipe, entre 1549 y 1550. Moro, viajero sin cesar por toda Europa al servicio de la Monarquía española de Carlos I y de su hijo, juntó la tradición flamenca del retrato con la italiana, especialmente la veneciana, que tuvo por cumbre a Tiziano, el pintor del emperador español -a quien el holandés igualó, si no superó, en la hondura y galanura de sus personajes-, y que llega hasta Velázquez. A su lado, del discípulo destacado de Moro, el valenciano Alonso Sánchez Coello (1531-1588), luce el estupendo retrato (1557) de Doña Juana de Austria, hija de Carlos I e Isabel de Portugal, hermana de Felipe II, infanta y regente de España, ella misma princesa de Portugal por su matrimonio con su primo hermano portugués Juan Manuel, y madre del rey del país vecino, Sebastián I. Pronto viuda y retirada en Madrid, fundadora del convento de las Descalzas Reales, donde fue enterrada, fue la única mujer “escolar” de la Compañía de Jesús, dada su mucha religiosidad  y su mucha amistad con Ignacio de Loyola y Francisco de Borja, amén de sus muchos servicios a los jesuitas. Del continuador de Coello, el vallisoletano Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608), es el cuadro en la pared opuesta, Retrato del príncipe Felipe Manuel de Saboya (1602), y del pintor flamenco Frans Pourbus el Joven (1569-1622), seguidor de los anteriores, el cuadro adjunto de la reina de Francia, Retrato de Doña María de Médicis. La primera de las obras, óleo sobre tabla, y las otras tres, óleos sobre lienzo, son exponentes supremos del llamado retrato cortesano, al servicio del poder y de la magnificencia de la persona noble o real retratada y de la dinastía de la que forma parte. Figuras en pie, dignas, serias, hieráticas, llamadas a presidir salones de palacios, imponer respeto y ser admiradas y veneradas por sus súbditos, para acabar siendo testimonios posteriores de toda una historia gloriosa. La luz inunda los retratos y hace casi blancos el rostro de Doña Juana, y el rostro y  generoso escote de la reina María de Médicis; brilla en la prodigiosa armadura de Felipe Manuel de Saboya, sobre brocado granate, y exalta la minuciosa contextura de las espléndidas y galantes vestiduras cortesanas. Los retratados lucen prendas y adornos  exquisitos de clara y poderosa significación: toisón de oro en el pecho de Felipe II, espada al cinto y escritorio con paño de terciopelo en el que posa una mano; anillos en las manos de Doña Juana y de la reina María; miriñaque, collares varios y pulseras grises perla de la Médicis; guantes de ámbar puestos en las manos de Doña Juana y, sin poner, en el príncipe Felipe; abanico oriental y velo blanco, con camafeo al pecho, en la princesa de Portugal… ¡Qué solemnes, qué marmóreos, qué inmortales…!

Una teología de la secularización

 

            Javier Gomá Lanzón, de apeliido muy catalán pero nacido en Bilbao en 1965, es uno de los filósofos españoles más activos y brillantes, con una obra muy sólida y en plena actividad. En una entrevista con VN, Gomá parte de la distinción del teólogo reformado Karl Barth entre el Dios de la religión y el Dios de la fe, y afirma que la sociedad moderna -en el sentido de Estado- que ha hecho el experimento de no buscar su cohesión en la religión no sólo no impide el Dios de la fe, sino que lo alimenta. La secularización es una buena noticia para la fe, en la medida en que ya no asociamos la religión con aquellas instituciones que buscan obediencia y la sacralizan, incluso el monopolio civil de la violencia, con dogmas polìticos y religiosos. Lo que no quiere decdr – y aqui el joven filósofo podía haber afinado un poco más- que las personas, grupos y la misma sociedad local, dentro de su libertad, cultive y proclame la religión como fin en sí misma y no para legitimar y absolutizar nada que sea plenamente civil. y relativo. Necesitamos profetas – dice Javier Gomá- que desacralicen el espacio público, donde todas las verdades son penúltimas y relativas, susceptibles de ser cuestionadas y reformuladas. El demócrata respeta el carácter relativo de todo lo que está en el espacio público, donde todas las verdades son penúltimas y relativas, suceptibles de ser cuestionadas y reformuladas-. Lo que, también en el ámbito religioso, confirma la  tesis mantenida en sus libros por el autor de que la nuestra es la época de mayor prosperidad material y también de mayor dignidad para el hombre medio que la habita.

¿A dónde va Venezuela?

 

         Estamos suficientemente informados en España sobre lo que ocurre en ese país hermano, mucho más que sobre Libia, Mali o Nigeria, como para que comentemos todo lo que allí sucede. Pero el arzobispo de Mérida, Baltasar Porras Cardozo, escribe ahora un artículo bajo ese título y resume bien lo sucedido: tras la muerte de Chaves no se ha dado la apertura que se esperaba; se habla de un diálogo que no es otra cosa que aceptar sin más lo que el Gobierno propone; va en aumento la represión y la falta de respeto a los derechos humanos; sólo los medios oficiales ofrecen su versión; el descontento social crece; no se salva ninguna institución del fanatismo del poder, tampoco la Iglesia católica, que ha abogado siempre por el diálogo y la reconciliación: entre las muchas víctimas hay también varios eclesiásticos. En fin: La ética revolucionaria aprueba todo aquello que le dé la razón al poder. (…) No se ve en el horizonte que haya una voluntad clara de corregir errores. Por el contrario, las amenazas verbales y con hechos aumentan. Se criminaliza toda conducta que no satisfaga los intereses del Gobierno.- El juicio de quien conoce tan bien y tan independientemente la situación vale por muchos informes y crónicas.

Tres días con Suárez

      Llevo tres días viendo, oyendo, recordando, contemplando, agradeciendo a nuestro querido y admirado Adolfo Suárez. Y viendo y oyendo hablar -ahora, todos bien- de Adolfo Suárez. He visto el primer pequeño milagro del expresidente difunto poniendo juntos y haciéndoles hablar entre sí a tres de los presidentes que le sucedieron, que han hecho después las mejores declaraciones de su vida. Y el milagro más grande de reconciiiarse con él a todos sus viejos enemigos: polìticos, periódicos, periodistas… Y hasta la casi milagrosa venida de Artur Mas a orar ante su féretro, con un breve mitin bajo la manga, bien criticado esta vez por su colega Roca Junyent. Y sobre todo, ese milagro mayor de las decenas de miles de españoles, en Madrid y en Ávila, con ese rito meritorio, tras horas de espera, de rendirle homenaje ante su cadáver, veneración masiva como pocas en el mundo, y eso después de 23 años de ausencia total de la vida pública del ex presidente… En estos tres días he aprendido más que nunca sobre la Transición española. He reflexionado más que nunca sobre la historia reciente de España, sobre las glorias y las servidumbres de la política, y sobre la condición humana. Y todo en directo. Llevo tres días sin hacer otra cosa. De verdad que merecía la pena.

En un régimen de libertad

 

          La agonía y muerte de Adolfo Suárez ha dejado un poco orillada la muerte del mejor alcalde del mundo (Singapur, 2012), Iñaki Azcuna, alcalde querido y admirado de Bilbao, renovador de la ciudad, nacionalista vasco no independentista, liberal en el mejor sentido de la liberalidad/generosidad, firme siempre frente al terrorismo de cualquier clase, culto y cultivador, popular con el pueblo y para el pueblo, católico sincero y discreto… Un hombre y un político de primera clase. Queriendo unir las dos figuras, la de Suárez y Azcuna, me vienen como de molde aquella palabras escritas por Julián Besteiro, el 13 de agosto de 1924, en El Imparcial, bajo el título El espectro irlandés. ¿Será posible evitar la catástrofe? Otra vez se abre la llaga de la guerra civil. El catedrático de Lógica de la universidad central y vicepresidente del PSOE y de la UGT recuerda que el Gobierno laborista de Mc Donald, y según el artículo 12 del Tratado entre Inglaterra, el Ulster y el Estado Libre de Irlanda, había decidido crear una comisión para fijar los límites entre el Estado Libre y el Ulster, para la que aquél se negaba a nombrar su representante. Por eso el Gobierno inglés se aprestaba, a fin de cumplir lo pactado, a presentar un proyecto de ley y enviaba a la vez a dos de sus ministros a Dublín. Escribía sobre todo eso el futuro presidente de las Cortes Constituyentes:  Lo elemental y lo ingenuo sería montar en cólera y querer dominar por la violencia la fuerza de las pasiones, que podrán parecer todo lo repulsivas que se quiera, pero que la Historia demuestra hasta qué punto son arrolladoras si, previa una percepción clarividente de sus causas, no son tratadas con esa humana y tolerante disposición de ánimo que induce a buscar en un régimen de libertad la curación de las perturbaciones colectivas, que engendran los más monstruosos delirios del nacionalismo.

Jesús en Samaría

( Tercer domingo de Cuaresma, Jn 4, 5-42)

En la antigua Siquén,

actual aldea de Askar,

al pie de monte Ebal, y junto al pozo

bíblico de los encuentros,

lo mismo que el siervo de Abrahán, el patriarca,

pidió a Rebeca, la hija de Betuel,

próxima esposa de Isaac,

un poco de agua de su cántaro

para él y todos sus camellos,

el Maestro Jesús de Nazaret

le pide a una mujer de Samaría

un poco de agua del pozo de Jacob.

A su vez, él le ofrece

el agua viva y vivaz de su palabra,

que quita toda sed

y es fuente de vida inmortal.

 

No era judía la mujer samaritana.

Cinco dioses-maridos esposó su gente,

con el nombre de Baales,

y en el monte Garizin los adoró,

y no en Jerusalén

al único Dios  de los judios.

 

Pero llega la hora, al decir del Maestro,

del Ungido por Dios,

de adorar en espíritu y verdad

al Padre de los hombres,

Dios de judíos y samaritanos.

¿Qué importan los nombres, los lugares,

las santas tradiciones y los ritos ortodoxos?

 

Dos días permaneció Jesús de Nazaret

en Siquén de Samaría.

Y allí les dio a beber de su palabra,

la que salva a los hombres y a los pueblos.

 

 

Homenaje al ex presidente Suárez

 

       Mientras Adolfo Suárez agoniza, lleva a cabo su último combate, toda España, entre lágrimas, recuerdos y agradecimientos, vela su agonía. Y muchos sufrimos a la vez un cierto remordimiento: por las veces que dejamos solo al ex presidente del Gobierno, guía audaz de nuestra Transición; por las veces que no le entendimos, o fuimos injustos con él. Era demasiado delicada y complicada aquella situación, para que en todo acertara. Pero en aquel cambio de etapa él acertó en lo fundamental, y los demás, si le seguimos, acertamos con él. Y, sin embargo, tuvo que dimitir muy pronto, porque no hubo en su derredor hombres que estuvieran a su altura ni a su cordura. Pero ese fue su remedio. No podía, al decir de uno sus ministros, estar a la vez en el poder y en la historia: en aquel poder, hambreado y acosado por tantos, y de tantos modos posibles. Y su fracaso político y su deterioro posterior de salud le salvaron para siempre. Suárez se convirtió en el símbolo que necesitabamos: no hablaba mal de nadie, no molestaba a nadie, no quería ser lo que no debía ser, se había convertido en la herencia de todos; a todos nos recordaba, simbolizándolo, el mejor momento de la Historia de España, y nos animaba a proseguirlo con nuevos medios, con nuevos aires. Y entendimos entonces que el poder es siempre parcial y divisor, fugaz y quebradizo, impotente e insatisfactorio.  Después, Adolfo Suárez González, vivo o muerto, ha descansado en la Historia. Y la Historia es la gran metáfora humana de Dios.