Archivo por meses: septiembre 2014

“Lo despierto y lo dormido”

 

Cuesta un poco citar al más genial tal vez de los presocráticos, “el oscuro” Heráclito de Éfeso, oscurecido por unos y por otros, “discípulo de nadie”,  que terminó, según dicen, como un misántropo, que comía en las montañas hierbas y plantas, y que, como los médicos no pudieron curarle la hidropesía, se encerró en un establo con la esperana de que el calor del estiércol evaporase el agua de su cuerpo. Otras fuentes añaden que le devoraron los perros, que no le reconocieron entre el estiércol… Mejor que no sea verdad. Le doy hoy vueltas a ese pensamieno heraclitiano, que nos trasmite Plutarco: “Como lo mismo está en nosotros viviente y muerto, así como lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo; pues éstos, al cambiar,  son aquéllos, y aquéllos al cambiar a su vez, son éstos”.  Y éste otro, que conservó Clemente: “Si no se espera lo inesperado, no se hallará, dado lo inhallable y difícil de acceder que es”. Y ése todavía más enigmático:” A los hombres que mueren les aguardan cosas que no esperan ni se imaginan”.

San Miguel

 

Arcángel San Miguel,

protector

de Israel,

defensor

de la Iglesia universal.

Pesador

fiel

de las almas

en el jucio final.

 

Mensajero Mercurio

celestial,

San Miguel:

el de sandalias aladas

y una flamígera espada

contra Luzbel.

Sanador de peregrinos,

apostado,

venerado

en los altos de todos los caminos,

mejor que san Rafael.

 

 

Después de la operación

 

La vida de los hombres

siempre ha sido

un limpio despertar

a la conciencia de ser.

Una luz sabia

que nos mostraba

los hombres y las cosas.

Un gozo nuevo

que superaba todos los gozos

y nos llevaba a la búsqueda de un Dios.

 

Hoy he vuelto a asomarme

al balconcillo de Ubarmin.

El monte Belogain pastoreaba

los  montes del contorno.

Los espesos pinares

eran más oscuros que los chopos del regato.

Se engallaban las torres

de Ibiricu, EgUés y Elcano

sobre las viviendas bulliciosas.

De par en par se abrían los caminos

y revolaban las blancas golondrinas

junto al nido natal.

Volcaba la mañana sus primicias.

La vida estallaba en todas partes

y el silencio de Dios

en múltiples voces se rompía.

El túnel de la anestesia

 

Al entrar en el  plácido

túnel de la anestesia,

creo en la ciencia de los doctores.

Si he de continuar después

por el túnel final de la muerte,

creo en la bondad de Dios,

al grito desnudo

del padre del epiléptico,

que nos cuenta Marcos, nueve veintitrés:

– “Creo, Señor, y remedia

mi falta de fe”.

Víspera de la operación

 

Me asomo al banconcillo de la clínica

Ubarmin.

Está la noche ensombreciendo

el verde valle de Egüés:

primero, el monte Belogain,

las laderas pinosas,

y los chopos del regato

que arrastra el líquido nombre del Valle.

Resisten las recias torres

de Ibiricu, Egüés y Elcano,

que acaban confundidas

con las casas que encienden sus luces de artificio.

Se borran los caminos. A lo lejos,

los coches no son mas que luciérnagas.

En el nido del rafe

se meten por fin las golondrinas.

La noche nos impone su misterio.

La vida se refugia en sus cercados.

El silencio de Dios es infinito.

 

 

El valor de la vida

Durante mi convalecencia, falto de temple para quehaceres superiores, he visto más televisión que nunca. Durante esos días, las noticias más constantes eran la guerra de Ucrania, los bombardeos en Gaza, las barbaridades del nuevo Califato de Bagdad; los atentados y  matanzas en Iraq, Afganistán, Nigeria…; las pateras hundidas en el mar; los asaltos a la verja en Melilla; los enfermos de ébola arracimados junto a pobres hosspitales o tirados por las calles… Y asi, mañana, tarde y  noche.  Yo me contemplaba a mí mismo -en un caso no grave aunque haya tenido crisis agudas en el proceso posoperatorio-, tan cuidado, tan mimado, rodeado de medios sanitarios de todo género (aunque seamos muy críticos con ciertas estructuras y ciertos procedimientos) y me contrastaba con todo aquello que estaba viendo delante de mí: muertos, agonizantes, rehenes con el cuchillo junto a su garganta, cadáveres o personas vivas entre escombros, centenares de heridos sin curar, hospitales desbordados sin apenas medios para atender a una mínima parte, madres con niños muertos en los brazos, niños y jóvenes mutilados, niños armados desfilando, niñas y mujeres violadas en masa… ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos ? ¿Qué valor tan diferente tienen esas vidas y las nuestras? ¿En qué pienso yo? ¿ De qué me ocupo? ¿De qué me quejo? ¿Cómo es posible esta inmensa diferencia, que es una inmensa injusticia? ¿Quién de todos esos infelices tiene una habitación para descansar, una terraza para tomar el sol, una mesa siempre puesta, una visita de amigos, unos periódicos y unos libros encima de la mesa, una mano amiga para curarte o para ducharte o para levantarte del sofá? ¿Con qué caradura voy a contar por enésima vez mi última peripecia con aquel médico, con aquella enfermera, con aquella auxiliar…? El remordimiento, la vergüenza, el desasosiego espiritual fueron creciendo  con los días. Llegué a no querer ver la televisión. ¿De qué Dios hablamos unos y otros? ¿De qué moral? ¿De qué humanidad? ¿De qué mundo?

La oración más difícil

A estas alturas de mi vida, sé de sobra que el mundo se rige por las leyes físico-químicas del Big-Bang y no creo que Dios haga un “milagro” conmigo: una excepción de esas mismas leyes. Mi oración ya no puede ser, pues, ni una oración de excepción ni de evasión de la realidad. Aunque siempre es posible esa oración familiar, confiada, tan humana, de desahogo, a la manera de Jesús en el huerto: ¡Pase de mí este cáliz!  Lo cierto es que en los momentos peores me descubrí pidiendo a Dios serenidad y paciedcia, en el sentido de fortaleza. ¿Sólo un intento de autoafirmación, de propia animación ante la presencia divina, sin querer caer en la tentación de cualquier súplica más o menos mágica? En el momento de encarar la operación y el posterior proceso de rehabilitación y convalecimiento mi oración más sincera y fluida fue el ofrecimiento del miedo, el dolor, las molestias como única realidad, aunque obligada, que podía tener en las manos abiertas de mi pobre propiedad. Y siempre, y por encima de cualquier otra plegaria, tradicional o sofisticada,  ese grito que cuelga del verso 9, 23  del Evangelio de Marcos: – Creo, Señor, remedia mi falta de fe.

De cara a la muerte

Hay ocasiones, una operación, una crisis grave en el período posoperatorio…, en las que, si no nos encontramos cara a cara con la muerte, al menos nos vemos a nosotros mismos de cara a la muerte, que es un estadio anterior, sí, pero en el que la muerte aparece no como una posibilidad más o menos cercana, sino como un paso no lejano y más bien próximo. Y siendo las cosas así, nos hallamos en una especie de plenitud vital, de entera responsabilidad, la vida como encerrada y dispuesta en un cifra fácil y sencilla. Estadio de conciencia total, donde sólo lo decisivo cuenta, donde la persona, que es también individuo, solo e intransferible, se ve  jugando su partida definitiva. Es la hora igualmente de vivir y examinar el concepto y la realidad del Dios, en quien se cree, a quien se ora, y a quien se espera. Aquella hora, de la que habla el evangelista Juan, en cuanto a nosotros toca, en la que toda nuestra vida, en prieta tensión espiritual, suena con tañido de alarma y a la vez de pura verdad.

Vuelve septiembre

Septiembre volvió hace tiempo, y en Navarra con todos los esplendores solares de agosto, que  no habíamos vivido el mes anterior. El que no volvió a tiempo fui yo, recién operado del hombro derecho, pero con una serie de complicaciones no previstas en otras partes del cuerpo, mucho más gravosas que la misma operación. Todo lo cual me tuvo fuera de juego, pero me enseñó no poco y me ayudó a reflexionar sobre la vida y la muerte, lo que siempre es de agradecer.