«Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio. Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido. Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron. (…) En las iglesias han sido instalados depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles, refugios y otros modos de ocupación diversos. (…) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados y derruidos. Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárcles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote y religioso. Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios (…) destruye con escarnio y violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerda». Es el testimonio cercano, en un informe del 9 de enero de 1937, del nacionalista vasco, y antes que todo nacionalista vasco, Manuel Irujo, ministro sin cartera en el gobierno de Largo Caballero.- Sobre esa «caza y muerte de modo salvaje», he aqui el resumen hecho por el historiador Julio de la Cueva Merino, en el libro colectivo, El anticlericalismo español contemporáneo, Madrid (Bibioteca Nueva), 1998: «Las formas en que sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas hallaron su muerte fueron diversas también. Unas veces, un remedo de juicio daba paso a la ejecución del «encausado». Otras, se le daba nuerte sin recurrir a ningún procedimiento previo. La mayoría recicbieron el célebre «paseo» para caer muertos, de uno o varios tiros, a al vera del camino o en las tapias del cementerio. Otras, fueron ahorcados, ahogados, quemados o enterrados vivos. En bastantes ocasiones la muerte iba precedida de la tortura, cuya aplicación incluía refinamientos indicativos de hasta qué punto se había producido una deshumanización del clérigo a los ojos de sus agresores: todo tipo de burlas, insultos, blasfemias e invitaciones a la blasfemia podían formar parte del tormento, que podía incluir, asimismo, el despojo de ropas, palizas, cortes y pinchazos con diversas clases de instrumentos afilados, desolladuras y mutilaciones.Éstas últimas podían afectar a cualquier miembro del cuerpo hasta llegar al descuartizamiento; pero existía una fijación morbosa con los genitales (…) (y hubo) sacerdotes que corrieron la misma suerte que el cerdo en la matanza o del toro en la plaza, incluidos en este último caso, los pasodobles interpretados por la banda, el simulacro de lidia, la muerte, el corte de orejas y el arrastre».