Por pelos, fue el primer primer proyecto de Estatuto en entrar en las Cortes, muy poco antes del catalán, que había tenido más prolegómenos y armado más estruendo político. El PNV, su principal impulsor, ya desde primeros de siglo, y especialmente en los años treinta, acabó absteniéndose de votar la Constitución de 1978, de la que emanaba el Estatuto, para el que puso toda la carne en el asador. Aunque tampoco este fue recibido ahora con demasiado entusiasmo: si HB prometía su abstención y Alianza Popular su voto negativo, los electores, ya acostumbrados, se abstuvieron en un 41%.
Y entonces comenzó la lucha, todavía no acabada, por cumplir a rajatabla todos sus artículos, algunos arrancados al equipo negociador de la Moncloa en aquellas difíciles circunstancias, sin demasiada precisión jurídica ni realismo político. Lo cual se ha hecho el cuento de nunca acabar y capítulo obligado en cualquier acercamiento negociado con el Estado o en cualquier choque con él. Este momento actual es otro nuevo caso. Es uno de los pocos Estatutos no renovados, y aún quedan formalmente 20 competencias, posibles e imposibles, por transferir. Tampoco ETA contribuyó mucho a su cumplimiento.
Por eso, el PNV no suele celebrar los aniversarios del Estatuto de Gernika. Ni HB y sus muchos nombres posteriores, como el actual EH Bildu, para todos los cuales el Estatuto es una antigualla – ¡el Estatuto Vascongado!– y hasta una herramientas oxidada y obstaculizante en el camino hacia la independencia. Solo la celebran el PSE y el PPE.
Tampoco honró mucho al Estatuto el Plan quimérico de Ibarretxe, que quería sustituirlo, y fue derribado por las Cortes Generales. Lo mismo podríamos decir del nuevo Plan, Estatuto, o como se llame, que guarda el lehendakari en su despacho, aprobado ya por el PNV y EH Bildu, con el que los confederalistas peneuvistas pretenden salir de la España autonómica, armados con el pacífico derecho de autodeterminación