A estas alturas de mi vida, sé de sobra que el mundo se rige por las leyes físico-químicas del Big-Bang y no creo que Dios haga un «milagro» conmigo: una excepción de esas mismas leyes. Mi oración ya no puede ser, pues, ni una oración de excepción ni de evasión de la realidad. Aunque siempre es posible esa oración familiar, confiada, tan humana, de desahogo, a la manera de Jesús en el huerto: ¡Pase de mí este cáliz! Lo cierto es que en los momentos peores me descubrí pidiendo a Dios serenidad y paciedcia, en el sentido de fortaleza. ¿Sólo un intento de autoafirmación, de propia animación ante la presencia divina, sin querer caer en la tentación de cualquier súplica más o menos mágica? En el momento de encarar la operación y el posterior proceso de rehabilitación y convalecimiento mi oración más sincera y fluida fue el ofrecimiento del miedo, el dolor, las molestias como única realidad, aunque obligada, que podía tener en las manos abiertas de mi pobre propiedad. Y siempre, y por encima de cualquier otra plegaria, tradicional o sofisticada, ese grito que cuelga del verso 9, 23 del Evangelio de Marcos: – Creo, Señor, remedia mi falta de fe.