Sobre el derecho a decidir

 

El cacareado derecho a decidir ha llegado a ser un sintagma-disfraz del llamado  derecho de autodeterminación de los  Pueblos, es decir, dejándonos de trampas lingüísticas, del presunto derecho de ciertas partes de un Estado a separarse del Estado en el que viven. Dejando ahora a un lado la falsedad de tal derecho, sobre el que he escrito demasiadas veces tal vez, voy a concretarme al derecho a decidir sin más, al derecho de todo hombre a decidir por su cuenta sobre cualquier objeto u objetivo de que se trate.  Y he de comenzar diciendo que tal derecho no puede entenderse en principio como independencia de toda obligación o condición impuesta por naturaleza. Ningún derecho del hombre es absoluto, porque el hombre no es absoluto (ab-solutus = suelto o desligado de). Si lo fuera, dejaría muchas veces sin efecto los derechos de otros muchos. El hombre es no sólo individuo, sino persona, sujeto de derechos y deberes, sujeto a criterios morales, ya que la relación derechos-deberes afecta a todos los actos humanos. Cuando tomamos una decisión, ¿qué repercusiones tiene no sólo en nosotros, sino en todos nuestros aledaños? ¿Cómo quedan afectadas las relaciones de reciprocidad con todo nuestro entorno, personal, grupal, social? ¿Quiénes son los beneficiarios de esa decisión? ¿Quiénes los perjudicados? ¿Quiénes, en general, los afectados? ¿Cuáles son y pueden ser los derechos de todos ellos? La decisión que tomo o que tomanos ¿sirve para un bien mayor del bien que ya existe? ¿Qué relación tiene con el bien común, que es el máximo de los bienes? Y así podemos continuar un buen rato… La decisión humana no es un acto absoluto, aislado e independiente. Lo es mucho menos cuando es un grupo el que la toma. Bastaría decir que es profundamente humano.