Si viviéramos para Dios -como escribía el apóstol Pablo a los fieles de Roma- moriríamos también, de seguro, para Dios. Una señal inequívoca de que uno no vive para Dios es que mira a la muerte, la rehúye y la teme, pensando no en Dios, sino en sí mismo. No quiere uno entregarse a Dios en la muerte, que eso sería «morir para Dios», sino, en el mejor de los casos, resignarse a pasar por el aro inevitable. Porque sólo quien vive para Dios puede morir para Él. No hay magia ni milagro tan repentino que lo consiga sin más. El amor a Dios sí es más fuerte que la muerte, pues Él es el Viviente, el autor de la Vida, la Vida; no el mero amor humano, por lírica y venerable que sea la frase que nos engaña desde hace siglos. El amor humano, como bien vio Nietzsche, desea de suyo y exige eternidad, pero por sí sólo nunca es más fuerte, nunca vence a la muerte. Vivir para Dios = morir para Dios.