Solo el hombre es pordiosero –escribe María Zambrano-. El hombre siente su servidumbre y su necesidad; su doble y unitaria condición de ser viviente. Y, al pedir, recoge indigencia y servidumbre, pues pide porque es siervo y necesita; pero en el pedir hay ya un conato de exigencia. Cuando el hombre siente su servidumbre, la primera forma de sentirla es pedir. Solo el hombre es pordiosero y lo seguirá siendo siempre; es una de sus posibilidades esenciales. El pedir muestra la deficiencia en que está, la falta de algo o la falta, sin más. Es ya una primera forma de conciencia.- Si recordamos que pordiosear es pedir por Dios, podríamos discurrir sobre esa relación habitual del hombre con Dios, que es la de pedir y la de exigir al mismo tiempo que se nos dé lo que pedimos, actitud muy cercana a la magia. La oración de petición, como forma principal de oración y a menudo como forma mágica. Pero dejemos eso por ahora. La pordioseridad como expresión ontológica de nuestra radical y constitutiva finitud, de nuestra radical fragilidad o, como otros quieren llamarla, vulnerabilidad. La negación de esa condición frágil y vulnerable, en cuanto finita, no sólo lleva, tarde o temprano, a la más decepcionante frustración, sino también a la soberbia más estúpida, a la falta de apertura hacia el prójimo, tan finito como nosotros; a la esterilidad; a la inhumanidad. La conciencia, en cambio, de la fragilidad y vulnerabilidad innatas en el hombre es el reverso del individualismo, del egoísmo y del egocentrismo, in-sensatos, sin sentido en un ser pordiosero, indigente y servidumbroso por naturaleza. Esa conciencia tiene un nombre resonante en la historia moral del hombre, que es humildad, ontológica antes que moral. Humildad como verdad y a la vez cultivo (virtud cristiana) de esa verdad, como nos enseña, casi en cada página de sus libros, santa Teresa de Jesús.