Tuve ayer la suerte de participar en la procesión de puerta a puerta en una preciosa catedral gótica de una archidiócesis muy palmera de España. Como es natural, compré yo también una palma, aunque pequeñita, y un ramo de olivo para alabrar a aquel Jesús que entró, de aquella manera, en Jerusalén. Repartía el arzobispo, empingorotado a la babilónica, bendiciones que no se las pedía nadie y a nadie parecían importarle. Recordando mi anterior poema, me saltaron sin querer estos versillos:
Levanto un ramo
para un rey que por trono
elige un asno.
Busco una palma
para un rey no de cuerpos
sino de almas.
Canto de júbilo,
que este rey no es de espadas
ni es el de triunfo.