Las identidades culturales y cívicas no se contraponen a las alteridades (identidades de los otros), pero tampoco a las propias, porque todos somos, de un modo y otro, en uno u otro momento, idénticos y altérticos u ótricos. Ni se contraponen a proyectos comunes de valores universales. Si en algo consiste la civilización, es en compartir identidades y alteridades. Unas y otras no pueden ser todos homogéneos y tiránicos que nos impiden pensar y actuar por nuestra cuenta, aun en el ámbito o en el cuadro de las mismas. A menudo la uniformidad es el mayor impedimento para la universalidad, pero una universalidad mal entendida o retóricamente proclamada equivale a una forma de uniformidad. La universalidad es un objetivo largo y lejano, al que podemos acercarnos cada día, a través de lo particular concreto o lo general posible, con humildad y sin petulancia.