El barbero de pueblo, de Adriaen van Ostede, arrancando muelas a un paisano, mientras los demás le rodean haciendo cola y esperando su turno, no era muy diferente del barbero-practicante de mi pueblo -su padre llevaba más fama de sacamuelas-, que todavía deshacía dentaduras con métodos asaz primitivos y contundentes. No me tocó ya padecerlo, porque a los chicos de mi edad comenzaban a llevarnos a Pamplona en caso de extracciones, pero no pocas personas mayores todavía seguían la tradición. Posiblemente el de mi pueblo no contaba con el chaval del barreño para recoger las piezas y la sangre, y algun que otro paisano o el mismo paciente se las apañaría para tenerlo. Me quedo un rato mirando el cuadro, de enérgica factura y movimiento, y de ambiente mágico, tan propio de Ostede y de otros holandeses como él. Duró la experiencia muchos siglos, como se ve, hasta hace cuatro días, y ya nos parece algo arcaico y pintoresco. Lástima que la civilización, casi tanto como la cultura, no se agradece, ni siquiera en el plano de la reflexión. Como si fuera algo automático que traen los siglos y los años.