Santa Teresa y la República

 

         En una plaza de Ávila. Santa Teresa de Ávila, tal era el título de un extraño suelto, firmado por J. M. (¿Jorge Moya de la Torre Muñoz, poeta y redactor del diario?), aparecido en la parte central de la tercera y cuarta columnas de El Socialista, órgano oficial del PSOE, el 15 de noviembre de 1931. Parte el autor de la placa del callejero oficial, fijada en la casa donde vino al mundo Teresa Cepeda y Ahumada, con el nombre Plaza de la República, que a muchos no agradó y a muchos molestó. Y, por si alguien se escandaliza de que el órgano socialista pierda el tiempo y hasta su seriedad política hablando de una santa, Santa Teresa de Jesús, replica incontinenti: No, no; santa Teresa, a pesar de sus gazmoñerías, no era troglodita; al revés, en el tiempo, y acaso en el espacio, es muy posterior al propio Gil y Robles. Por su salero, su casticismo, por su espíritu liberal y, sobre todo, por su fogoso corazón que se murió de juventud, al contrario que algunos pollos, al parecer, contemporáneos, se caen de puro viejos.  Una plaza republicana en los muros teresianos sobre el recuerdo de la monja de Ávila concuerda mucho más con ella que esas imágenes ridículas que la suponen con la pluma en la mano y el libro en el brazo y una cara de boba, que es un ultraje al exceso de vida de la santa. ¡Boba que era la pobre!… Eso se creen los pacatos del día. Y el autor anónimo juega con la etimología latina de la palabra República, que escribe con mayúsculas: Si precisamente lo que a ella le importaba era eso: la República; si es lo que quiso ordenar: una República de  almas. Y por eso los cavernícolas de entoncees la complicaron con la santa Inquisición. No han variado hasta la fecha. Y un ejemplo atinado e inteligente: «Las moradas», ¿qué son? Perdonen los doctores: toda una serie de «repúblicas concéntricas». Y a propósito de esto; huelgan los chistes, que Teresa Cepeda les viene grande a casi todos sus exégetas, a los de la derecha sobre todo. No hay que encerrarla en un criterio. Hay que dejarla en libertad por todos los caminos, bajo todos los soles, entre las multitudes y en las solas llanadas: con la tierra y el sentimiento y la necesidad. Con la República. Como se ve, no puede faltar en aquella España dividida en dos, agitada y crispada, la pulla constante al «enemigo» de todos los días -Gil Robles, los «cavernícolas», «la derecha»…-, pero hay también el noble propósito de  liberar a la santa abulense de su encerramiento entre las rejas meramente conventuales, eclesiásticas, confesionales, y llevarla por todos los caminos de las Fundaciones y, sobre todo, de su genio humano y literario: por el camino del amor a los hombres, no reñido con el amor a Dios. Por eso termina  J. M. reiterando que está muy bien el nuevo nombre de la plaza sobre la casa de la autora de Las Moradas. Pero como a cada elogio de Teresa de Jesús tiene que corresponder una diatriba anticlerical, tampoco aqui puede faltar: Lo que hasta ahora ha estado muy mal ha sido el gran abuso de enredar a la santa en tanta cachupinada pedagógica: las teresianas, los teresianos… Si ella lo hubiera podido ver… ¡Flojas despachaderas que tenía! -. De todos modos, el suelto, por elemental y lateral que sea su acercamiento a la figura de la santa mística, tan popular y literaria, es una pequeña y aislada florecilla en aquel zarzal anticlerical y antieclesial que era por aquellos días el diario socialista.