San Miguel de Aralar

 

             Durante siglos bailaron aquí los pastores y las familias de los pastores, con menos atavío y finura que estos vistosos dantzaris de ahora.

Monte sacro de sepulturas megalíticas, sobre sus rocas desiguales se levantó seguramente un santuario romano consagrado al dios viajero y sanador Mercurio, al que sustituyó una iglesia prerrománica carolingia y sobre sus ruinas otro templo modesto (1074), ampliado poco después, el mismo que hoy admiramos. El santuario dependió en un primer momento del vecino monasterio de Santa María de Zamarce, a los pies del monte Aralar.

Entre los fresnos brilla al tibio e incierto sol el alabastro de las ventanas de los ábsides, de claroscuros sillares medievales.

Bajo el arco del ábside central, podemos admirar hoy, mejor protegido que nunca, el frontal de esmaltes románico (¿finales del XIII?), pieza cumbre de la esmaltería europea. La Virgen con el Niño, los Apóstoles, los Reyes Magos, y tal vez nuestro rey Sancho el Sabio, esmaltados en azul, verde, blanco y rojo, sobre estructura de cobre dorado, brillan de eternidad desde su real mandorla lobulada y desde los doce arquillos de veneración.

En el tercer tramo de la oscura nave central, y cubierta por un tejadillo a dos aguas, donde se escondieron los ladrones de los esmaltes, está la capilla o basílica del siglo XII.

Debajo de ella se abría la sima del dragón, que, fulminando estragos entre horribles silbos, atacó un mal día al parricida y penitente Teodosio de Goñi. Éste invocó a San Miguel, Patrono de la Iglesia universal, cuya aparición mató al dragón y rompió las cadenas del arrepentido.

Navarro Villolslada, en su popular novela Amaya, convirtió el suceso legendario en una visión del penitente.

¡Si bailarán también los dantzaris por la muerte del atroz herensuge en honor de Teodosio y de su esposa Constanza, enterrados en la basílica!