En estas dos últimas semanas de primavera han crecido hasta su más alta talla los herbales, ha esplendido la flor de la colza y han estallado los cerezos. He seguido el maravilloso fenómeno -he estado a punto de escribir acontecimiento, personificando el hecho natural– por los cuatro puntos cardinales de la Cuenca de Pamplona. Desde el mirador de Olza, torreada y marquesal; desde el Alto ventoso de Marcalain; desde el Alto frondoso de Lakidain y desde el alertado Perdón, he contemplado el variopinto tablero del ajedrez primaveral, propio de abril, compuesto por los distintos verdes de los campos de cebada, trigo, centeno, veza, alfalfa, habas… y con los altos tallos de la colza, gloriosa en sus racimos de flores glabras y doradas, que huelen a miel. Desde Lakidain, una tarde de cierzo, me embriagué como nunca con el olor de los habales, vestidos ahora con traje de gala, que este año se multiplican en todos los puntos de la Cuenca. Siguiendo el reino de la colza bajé hasta la frontera de Garinoain, Artajona y Añorbe, bajo el rumor de los fantasmales molinos de viento, donde acaban de abrir sus pequeños ojos los robles, que se resisten en sus reservas cada vez más hostigadas; y allí vi ondear al viento las primeras cabecitas de las futuras espigas de los extensos cebadales, levemente moradas, sobre las cimbreantes cañas glaucas, verditransparentes. Y me fui hasta Etxauri para admirar el milagro anual de los cerezos, la flor épica de los frutales, pero frágil y breve, que no espera si no se le espera, pero que ciega si se le mira mucho rato de frente.- Son los primeros verdes: prima.vera (prima viridia). Los primeros amarillos solares. Los primeros blancos, que nos recuerdan las recientes nieves. Y, allí, a nuestros pies, los primeros azules de las vincas pervincas, de las verónicas, de las violetas…
Hoy, día de San Pedro de Verona, cuando en nuestros pueblos se ponían las pequeñas cruces de madera bendecidas en las cimas de las mugas, buscando la bendición de Dios sobre los campos.