Juan Carlos Rodríguez, redactor cultural de VN, nos recuerda el centenario del nacimiento de Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 29-IX-1916), nuestro mejor autor teatral de la segunda mitad del siglo XX, y aduce unos cuantos testimonios sobre la espiritualidad de su persona y de su obra. Agnóstico y no ateo –sabía mucha teología, dice su esposa Victoria Rodríguez-, nos mostró en sus muchas obras, que nosotros leíamos y seguíamos con pasión, la cuestión de la existencia de un ser superior, y expresó el radical deseo humano de luz, trascendiendo la oscuridad de nuestra radical finitud. Al decir de José Luis Abellán, Buero fue un testigo de la existencia de otro mundo, un místico que no se conforma con la condición humana. Tanto, que, según Ricardo Domènech, sus obras El tragaluz, Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio... están marcadas por una ausencia-presencia de Dios. La ceguera de tantos ciegos que se mueven en su teatro no es solo la ceguera política social o cultural de los españoles que buscan la nueva luz de un nuevo siglo de las luces, sino también y a veces la luz divina, el punto de vista de Dios, como le hace decir a uno de sus personajes, Vicente, en El tragaluz. Ese Dios, una permanente y misteriosa maravilla que nos envuelve, en frase de Daniel en Irene o el tesoro. O el casi innombrable, a quien los hombres hablan cuando están solos, sin lograr comprender a quién se dirigen. en boca de Silverio en Hoy es fiesta.