Me dicen unos amigos que van a visitar el palacio de los duques de Villahermosa en la villa aragonesa de Pedrola, y les digo que no dejen de visitar la Ïnsula Barataria en el vecino lugar de Alcalá de Ebro. Con este motivo recuerdo que cuando fuimos a conocerla, nos costó un buen rato encontrarla. Tras visitar Pedrola, nos acercamos, pensando que estuviera junto al río, al extremo oriental del Ebro. Recorrimos un buen tramo de un camino alto, levantado como un motarrón más, pero no encontramos nada. Hasta que unas adolescentes que paseaban sus perros entre risas nos indicaron la cercanía del lugar quijotesco, unos kilómetros más adelante, entre Cabañas de Ebro y Alcalá, asegurándonos que nos daríamos de morros con él. Seguimos unos minutos buscándolo, hasta que en la carretera que llega de Cabañas hasta Alcalá, vimos el letrero Ínsula Barataria sobre la entrada pomposa de un recinto arbolado, cercado por una larga tapia. Podía ser o no ser la Ínsula soñada. Dos perros ladradores mostraban, tras la puerta principal de entrada, de que allí había vida algo más que perruna, y nos acordamos de algunos de los lances pintorescos que sufrieron allí Don Quijote y Sancho. Hacía calor, y como los árboles más próximos daban alguna sombra, dimos paso a nuedstro apetito, a la manera quijotesca, y sin esperar a nigún doctor Pedro Recio de Tirteafuera, echamos mano de nuestras alforjas y sacamos el pan y el queso y otras viandas comederas en riberas de ríos y en claros de bosques. Sin tener que levantar los manteles, que no los había, y descabezado el sueño reparador de la siesta, con permiso de los perros que al fin se callaron, oímos que crujía la cancela e imaginamos al lacayo Tosilos, a la dueña, dolorida o no, doña Rodríguez, y a la mismísima enamorada Altisidora que nos la abriera. Pero cuál fue nuestra sorpresa cuando salió a recibirnos… un negrito, no sé si del África tropical, quien nos dijo con todos los comedimientos que tanto ponderaba Cervantes, que aquello no era la Ínsula Barataria de Sancho Panza, ni nada que se le pareciera; que era una finca particular como un pino, y que… buen viaje. Una vez más la Red, que todo lo en-reda de la mejor manera, vino en nuestro auxilio, y aprendimos que la Ínsula apetecida por Sancho era el mismísimo Alcalá, predio en aquel tiempo de los Duques, con unos mil habitantes entonces, y ahora con 399, en números no redondos. Alcalá está en el centro de un bucle que hace juguetón el padre Ebro, con lo cual, cuando venía con sus ebradas, dejaba al lugar inundado y separado de cualquier civilización. En los días en que gobernó Sancho, no hubo crecidas que sepamos, y pudieron ensayar los duques todas las astracanadas o crueldades con los dos personajkes inmortales de nuestra literatura, que en esto no se han puesto de acuerdo, ni se pondrán, los críticos literarios. Recorrimos las calles de Alcalá, lugar cercado con tapias protectoras, y defendido por todas partes con motas y motarrones. Sus casas tienen dos plantas, donde no falta la dedicada a don Miguel; contemplamos – y no nos topamos con ella- la iglesia de dos torres del lugar, que no era la del Toboso; agradecimos la leve escultura conmemorativa cerca de la torrecilla, que hace de centro de intepretación; subimos sus escaleras y nos asomamos al Ebro, sereno pero desmejorado, brilloso de azules y verdes veraniegos, y nos metimos en el próximo y minúsculo bar de la Ínsula, con terraza en la calle, donde todos los paisanos eran personajes entre quijotescos y sanchopancescos, en el mejor sentido de la palabra. Y nos sirvió la nueva dueña regente de la bodega del palacio habitado por Sancho, que podría llamarse Pilar, devota de la Virgen Patrona de Aragón, y que no deja de llevar, año tras año, un ramo de flores para la ofrenda floral en la plaza del Pilar de Zaragoza.