Leo en fuentes bien informadas que el papa Francisco quiere acelerar el proceso de canonización de Pablo VI, un papa a quien admira. Le admiro yo también, tras conocerle de cerca en mis años de Roma y no me parece menos santo que sus vecinos ya santificados. Pero me abruma esta carrera, intensificada desde hace años por llenar de santos el ya abigarrado santoral cristiano. Si con los papas sucede esto -¿en qué lugar quedan los papas no llevados a los altares?- sucede algo parecido en ciertas Órdenes, congregaciones, asociaciones mil de vida religosa o apostólica, movimientos cristianos… Si tenemos ya el cielo lleno de santos y santas, frailes, monjes y monjas, religiosas y religiosos, nuevas congregaciones y otras formas de vida consagrada hacen todo lo posible por conseguir la canonización de sus fundadores y fundadoras, y no sólo de ellos y ellas. Sabido es, por otra parte, que con eso de los milagros que se necesitan para beatificaciones y canonizaciones -casi siempre, como en toda la historia de la Iglesia, curaciones extraordinarias y repentinas-, aquellos grupos que dispongan de hospitales, clínicas, sanatorios, residencias de ancianos, etc., tienen todas las de ganar, siéndolo casi imposible para otros hijos de la Iglesia, tan santos en su vida como otro cualquiera. ¿No podría, por Dios, cambiarse la fórmula de la santidad oficial, y volver a los tiempos en que el pueblo y el clero, de manera espontánea y masiva, declaraban santos, con todas los asesoramientos posibles, a los que ya veneraban en vida? Recordemos los casos de Madre Teresa de Calculta y de Mons. Romero en San Salvador, santos universales, reconocidos, populares. Y dejemos para otros una veneración más parcial, más privada, más vecinal. Con todos los canonizados que ya tenemos, muchos desconocidos de la mayor parte de la Cristiandad, y hasta algunos lejanísimos en el tiempo, con cuatro o cinco santos cada siglo, aparte todos los mártires, santos inmediatos, estaría bien servida la comunidad cristiana universal. Y para compensar en cierto modo la inmensa mayoría de gentes consagradas, habría que poner mucho mayor interés en llevar a los altares algunos representantes de la inmensa mayoría de los fieles que son los llamados laicos.- Siento de veras que haya sido mi dilecto y admiradísimo Pablo VI quien me haya dado ocasión para decir estas cosas que pueden parecer ásperas, pero que piensan millones y millones de católicos.