En la ejemplar novela de John Williams, Stoner (1965) sobre el vivir y el desvivir de un profesor de literatura inglesa en la universidad de Columbia en la primera mitad del siglo XX, hay un momento descriptivo sobre una vivencia de aquél en el silencio de una noche invernal, luminosa de nieve, que refleja bien, como otros muchos pasajes, la excelsa calidad del relato: Nada se movía sobre la blancura; era una escena muerta, que parecía tirar de él para absorber su conciencia justo mientras extraía el sonido del aire y lo enterraba bajo una fría y blanca suavidad. Se sentía atraído hacia fuera, hcia la blancura que se extendía tan lejos como le alcanzaba la vista y que era una parte de la oscuridad de la que relucía bajo el cielo claro y sin nubes, sin altura ni profundidad. Por un instante pensó que abandonaba su cuerpo, que permanecía sentado quieto frente a la ventana y mientras sentía que se deslizaba, todo -la lisa blancura, los árboles, las altas columnas, la noche, las lejanas estrellas- parecía increiblemente pequeño y distante, como reducido hasta la nada.- Algo parecido sentía yo, extasiado ante las altas montañas nevadas del Pirineo central, sólo que bajo el sol radiante a ratos y a ratos la nevisca y las traviesas brumas nivosas; el ascender y descender de los coloridos esquiadores; el constante movimiento de la gente que buscaba el máximo placer; el griterío candoroso de los niños como en el princpio de una creación; el frío nival e inocente de febrero, y una inmensa alegría cósmica, que parecía envolvernos, elevarnos y purificarnos a todos.