Nos sorprende aquella democracia, que heredó, ensanchó y potenció Pericles -cuyo XXV centenario celebramos ahora- y que inició experiencias que sólo en el siglo XX han tenido parigual en muchas naciones europeas. Nos conmueve la acogida y el entusiasmo que tuvieron algunos valores sólo desde hace poco tiempo vigentes en Europa. Y nos entristecen ciertas carencias fundamentales, como la ausencia de la mujer en la vida pública y el desconocimiento de la dignidad humana en la utilización masiva y normal de los esclavos extranjeros. Democracia asamblearia y en cierto modo socializante; que no pone en cuestión la propiedad agraria; penetrada a todas horas por el culto oficial a los dioses, a menudo supersiticioso; repartida en mil magistraturas renovables anualmente, casi todas por sorteo; donde los tres poderes se confunden… Pericles, un aristócrata liberal devenido demócrata, intenta conseguir y mantener el concierto de los antiguos valores aristocráticos con los nuevos democráticos, la convivencia y la felicidad de todos los ciudadanos, y la seguridad, la gloria y el poder imperial de Atenas. No fue posible. La fe democrática en el hombre exige una sostenida elevación material y moral, que, pese a los esfuerzos de Pericles y su círculo cultural, así como de Sócrates y sus disciípulos, poco después, no se pudo alcanzar del todo en Atenas. La peste, la muerte prematura del primer ciudadano, la guerra y sus muchos frentes, una rígida concepción del imperio y la mediocridad de los sucesores del gran repúblico ateniense fueron algunas de sus causas. Pero la democracia ateniense fue tal vez la primera que llegó más lejos en la conquista de la utopía humana. Y en ésas estamos, después de 25 siglos.