Ayer, dimos tierra en el camposanto de Mañeru al cadáver del tío Javier. Último de mis tíos y tías, era el hermano pequeño de la familia. Mi padre, el mayor de los hermanos, cumpliría, el próximo octubre 110 años, y Javier, en septiembre, los 96. Era el postrer vástago del tronco de los Arbeloa (tal vez, «casa de pizarra»), procedente probablemente de Ultrapuertos (Tierras de Arberoue, Arberoa, Arbeloa) y pasando, como ya sabemos documentalmente, por Arróniz (siglo XVI), Sesma, Lerín, Andosilla y Estella, para recalar en Mañeru a comienzos del XIX.
Uno de los pocos labradores de profesión que quedaban en el pueblo, Javier era un hombre bueno, trabajador, enamorado del campo -que cultivó o visitó hasta sus penúltimos días-, sencillo y amable, padre de familia numerosa, con muchos hijos, nietos y bisnietos, que le rodearon, acompañaron y quisieron siempre y no sólo en los últimos momentos. Concejal en el primer ayuntamiento, consensuado, de la Democracia española, había sido uno de los promotores de la tardía Bodega Cooperativa, que tanto nos costó, y hoy tristemente en declive. Y «auroro», hijo de «auroro», cuyas notas y letrillas sonaron tras la misa funeral.
Tuve el honor de poder conllevar a hombros, durante un rato, el féretro por la calle Forzosa -nombre significativo donde los haya-, camino del camposanto, y a la vez Camino de Santiago. Un sol, redondo y total, como causa y símbolo que es de la vida, llenaba el silencio reverente y nos ponía la vida por encima de la muerte, que nos oscurece y entristece. Molsos de amapolas orientales enrojecían el reducido ribazo del trigal granado, de verde intenso, de Sanmartín. Antes más, crecían aqui matas silvestres de hinojo (milu), cuyo ardiente perfume siempre me trae la memoria de este camino, que he recorrido centenares de veces desde chico. Cogí un ramo de ababoles, como los llamábamos entonces, y los deposité poco después sobre la cubierta del féretro hundido ya en el carnario de mis abuelos, como homenaje del campo de Mañeru a uno de sus hijos más fieles.
En estos tiempo en que una especie de alzheimer turbador parece haberse apoderado de tantas mentes en nuestra sociedad, en nuestros pueblos, reconforta celebrar la muerte de un justo -como justa fue su mujer María Fermina, muerta mucho más joven-, siempre a la sombra de la cruz de Cristo resucitado, con la paz y serenidad de nuestros padres y abuelos.
Paz y serenidad que algunos de nosotros, supervivientes, envidiamos más que nada en el mundo.