Vuelvo a Frías y a Oña. Esta vez pasamos por tierras de Valdegovía y no podemos, por un percance de quien iba a ser nuestro guía, detenernos en el monasterio histórico de Valpuesta. Pero entramos contentos en la comarca de Las Merindades: valles labrados, colinas boscosas y vastos páramos. Seguimos un rato, a contracorriente, el antiguo y seguro curso del Ebro, que horadó hondamente la caliza y modeló unos dramáticos cañones peñascosos, pasando por el embalse de Sobrón (1961), que se solaza entre Euzkadi y Castilla, entre Álava y Burgos, entre los montes Obarenes y la sierra de Árcena, creando nuevos paisajes verdi azules que un sol septembrino se encarga de dorar y decorar. Si no fuera porque sospechamos que el nombre se debe al pueblecito alavés más cercano, haríamos risas con un nombre tan inadecuado, tan fatídico para un pantano.
Ya está ahí, en medio del vasto valle de Tobalina, la roca fuerte, la atalaya, el farallón, el acantilado, el torreón, la muela –La Muela-, el castillón de Frías…, siglos XIII-XVI. Un buque insignia de toba, murallas y torres navegando por el el mar abierto de la historia de Castilla y de España. Desde que en el año 1011 el conde castellano Sancho y su mujer Urraca obtenían para sí la villa de Oña a cambio de varias propiedades, como Frías, y sobre todo desde que ésta, con rango de «civitas» recibía de Alfonso VIII, en 1202, el Fuero de Logroño, entre el castillo y la iglesia de San Vicente fue creciendo sobre el alto otero rocoso un poblado de estrechas calles y pequeñas plazas, que albergó una población de comerciantes y artesanos y una notable comunidad judía. Primero, en torno de la fortaleza, y después debajo de ella. Tras conceder a Frías el nuevo título de «ciudad» en 1435, el rey Juan II se la donó a Pedro Fernández de Velasco, primer conde de Haro y condestable de Castilla. A pesar de una larga y tenaz resistencia de los paisanos, que ha pasado al folclore local, Frías pasó al señorío de los Velasco, con título de ducado en 1492.
Al pie del Paseo de Ronda nos agregamos a un grupo turístico de una Asociación de Pamplona y recorremos toda la calle, mayor y casi única de la ciudad alta, abarrotada de visitantes, que nos lleva hasta el otro extremo, donde se planta la iglesia. A uno y otro lado de la calle-pasillo, se arraciman, en prieta hilera, bien bajo la roca cimera, bien sobre el rocoso talud, las casas de planta baja y dos o tres alturas, solana, y sótanos excavados en el suelo; hechas muchas de ellas de adobe, entramado de madera y toba. Éstas últimas cuelgan del alto roquedo en línea vertical, que es cosa de ver. Al final del recorrido nos espera la iglesia de san Vicente, donde nos entretiene durante un buen rato un joven guía local, que todo lo sabe. Construida en el siglo XIII, en función defensiva asociada al castillo, es un pequeño tesoro arquitectónico, escultórico y pictórico de todos los estilos. Hundida la torre almenada y parte del templo en 1906, se vendió su pórtico románico, que ahora luce en Nueva York. Nos dicen que el municipio de Frías, con tres núcleos de población, tiene poco más de dos centenares y medio de habitantes.
Damos una vuelta por el exterior de la iglesia, excelente mirador al norte y al sur, para ver, por un lado, el hondo camposanto, y, por el otro, el pueblo bajo, con dos filas rectilíneas de calles con casas color teja, que desde aqui parecen procesionarias inmóviles, en derredor del cerro, desde la vieja judería hasta el convento de Santa María de Vadillo, pasando por la iglesita de san Vitores.
Al salir del pueblo, pateamos el puente medieval, de color de sol y siglos, de 143 metros de largo y nueve ojos, fortificado con una torreta central almenada, levantada en el siglo XIV para controlar el paso de la vía comercial que unía la meseta y la costa cantábrica y cobrar el impuesto de portazgo. El Ebro baja hoy corto y manso, débil de sequía y calorazos continuos.
Entramos en la comarca de La Bureba (¿del dios Vorubio?), embrión del condado de Castilla, y llegamos a tiempo de comer en un mesón nutricio y barato de Oña. Después damos un breve paseo por el comienzo de los jardines benedictinos, llamado «el emparrado», donde las uvas blancas y negras aún no están maduras. Luego nos dirán unos paisanos, que conocen Navarra y con los que pegamos la hebra en la plaza, que venir a Oña y no ver los jardines es como ir a Pamplona y no ver la calle Estafeta…
Ya en ocasión anterior describí la villa, capital de municipio, con 14 pequeños núcleos próximos de población y dos millares de habitantes. Tanto en la oficina turística como en la recepción de la iglesia del monasterio quedamos admirados de lo mucho que saben sobre el siglo XI, sobre Castilla y sobre Navarra estos funcionarios de Oña, con los que mi amigo Luis, autor de libros sobre nuestros reyes, entre ellos Sancho III, estaría hablando hasta ahora, si yo le dejara.
La última vez que vi la iglesia de San Salvador fue como sede de la exposición de las Edades del Hombre. Pero esta vez vuelvo a verla limpia y neta cual es: una verdadera joya de arte y devoción: la talla románica del Cristo de Santa Tigridia; las pinturas góticas; la bóveda del XV; los retablos desde el XV al XVIII; el retablo barroco del altar principal; el panteón real, donde están nuestro Sancho III el Mayor y su esposa doña Munia; el panteón condal; el claustro gótico flamígero de los caballeros… Con la ayuda de audioguías, dentro de un silencio sagrado, nos pasamos un largo tiempo de contemplación y gozo, que no tienen parigual.
Ya es tarde para seguir hasta Poza de la Sal.