Entre los pueblos vecinos de Israel conocemos ya casos de éxtasis proféticos en Mari del Eufrates en el sigo XVIII a. C., o en Biblos, en sl siglo IX. Moisés pasa por ser el máximo profeta de Israel, al que siguieron figuras tan relevantes como Aarón, Josué, Débora, Samuel, Natán, Elías, Eliseo… En tiempos de Elías (sigo IX) vemos activos grupos y hermandades de profetas. El mensaje divino puede llegar al profeta por visión, audición y, las más de las veces, por una inspiración interior, que el profeta traduce a su pueblo de muy varias formas: desde un poema lírico a una lamentación fúnebre, pasando por oráculos -la forma más habitual-, parábolas, sermones o diatribas.
Las profetas, órganos principales del progreso de la Revelación, cultivan los motivos principales de la religión del Antiguo Testamento, a los que dedican su vida, pagándolo caro con frecuencia, incluso con el martirio: 1) la unicidad y exclusividad divina de Yahvé (continua denuncia y condena de cualquier idolatría); 2) la santidad de Yahvé opuesta a la impureza y pecado de los hombres (moralidad del hombre y del pueblo de Israel), y 3) la esperanza de la salvación del Resto del Pueblo escogido (tras el castigo y el juicio postrero).
Dentro de esa moralidad, basada en el derecho promulgado por Dios, la defensa de los pobres y oprimidos, junto a la denuncia y condena de cualquier violación de su dignidad y de sus derechos, ocupa un lugar preferente en casi todos los profetas, especialmente en los grandes vates sagrados del del siglo VIII, VII y VI a. C.
Dejo ahora de lado, por ser el más conocido y el más extenso, al más grande de ellos, Isaías (s.VIII y sus dos imitaciones posteriores), poeta genial y autor los más hermosos textos proféticos hebreos. Y me quedo con tres contemporáneos suyos, llamados profetas menores. El primero es Amós, pastor del desierto de Judea, que fue expulsado de Israel y volvió a sus habituales ocupaciones. Es el tiempo del próspero reinado de Jeroboán II, cuando el lujo de los grandes resulta un insulto para la miseria de los menos favorecidos, mientras el esplendor del culto oficial encubre la ausencia de una religión verdadera. Amós condena, en nombre de Dios, con el crudo y contundente lenguaje del hombre rural, la vida corrompida de las ciudades, las injusticias sociales, la falsa seguridad que se pone en los ritos sin alma y en los que el alma no se compromete.
Contra Betel y sus casas lujosas:
Sacudiré la casa de invierno / con la casa de verano, / se acabarán las casas de marfil, / y muchas casas desaparecerán, / oráculo de Yahvé (3, 15).
Contra las mujeres de Samaría:
Escuchad esta palabra, vacas de Basán / que moráis en la montaña de Samaría, / las que opimís a los débiles, / las que maltratáis a los pobres… (4, 1).
En su elegía por Israel:
¡Ay de los que convierten en ajenjo el derecho / y tiran por tierra la justicia, / detestan al censor en la Puerta / y aborrecen al que habla con sinceridad! / Pues bien, ya que vosotros pisoteáis al débil / y le cobráis tributo de grano, / habéis construido casas de sillaes, /pero no las habitaréis; / habéis plantado viñas selectas, / pero no cataréis su vino (5, 7-11).
Contra el culto exterior:
Yo detesto, aborrezco, vuestras fiestas, / no me aplacan vuestras solemnidades. / Si me ofrecéis holocaustos, / no me complazco en vuestras oblaciones, /ni miro vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados. ¡Aparta de mí el ronroneo de tus canciones, / no quiero oír la salmodia de tus arpas! / ¡Que fluya, sí, el derecho como agua / y la justicia como arroyo perenne! (5, 21-24).