Ay, muertos,
innumerables muertos por el coronavirus,
tan cerca de nosotros,
y más lejos que nunca.
Muertos solos en vuestras celdas
de los hospitales
o de las residencias de ancianos,
o de los nuevos, improvisados,
morideros
en tiempos de pandemia.
Nunca os visteis tan solos en vuestra larga vida.
Sedados, en la mejor de las hipótesis,
dentro de un respirador,
o ahogados en silencio por la voraz neumonía,
sin la última mano, muchas veces,
de vuestros hijos o nietos,
o de algún amigo leal en vuestras vidas;
sin la palabra confortante
de algún servidor del Dios de la esperanaza;
a veces, sin siquiera la palabra terapéutica
del médico o la enfermera.
En la sociedad de la ciencia y del progreso,
del reino de las infinitas libertades,
no hemos sabido hacerlo mejor,
por miedo del contagio.
Igual que en la Edad Media o en los tiempos antiguos.
Números de una lista interminable
de muertos anónimos
-solo a unos pocos los salvan los medios informativos-,
numerado está también el ataúd
destinado al horno crematorio, cuando hay sitio,
o a la tierra de todos.
Aunque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos,
lo es también de muertos que quieren vivir,
y no se ha olvidado de vosotros
en ningún momento.
Seguramente le habéís vivido
más cercano que nunca en vuestra triste
agonía
que en toda vuestra existencia.
Id con Dios. Con Dios quedad.
A Dios os encomendamos. Que Dios
está con vosotros.