Lamentación por la nueva Jerusalén
(Ba 4, 5-37; 5, 1-9)
Ánimo, pueblo mío, memoria de Israel.
Por haber ofendido a tu Dios,
has sido entregado a todas las desgracias.
Irritaste a tu Padre y Creador
con el culto a mil ídolos modernos.
Olvidaste a quien, durante muchos siglos,
alimentó tu identidad
y te dio todo cuanto tienes.
Acabaste desterrado de ti mismo:
viuda abandonada,
rebañito disperso,
viña destruida,
cedro desmochado,
campo de sal.
Te arrancaste el vestido de paz
para envolverte en el sayal de plañidera.
Muchos que ayer te elogiaban te maldicen.
Muchos que ayer en ti se cobijaban
han huido de ti,
se avergüenzan o se burlan de tu misma existencia.
Los pobres rebeldes ha tiempo que no te necesitan.
Los ricos te respetan pero ignoran tus doctrinas.
Los jóvenes apenas te conocen.
Muchos de los cultos letrados,
alejados de ti,
apenas te conceden unos años de vida.
¡Quién te ha visto y quién te ve, Sión cristiana!
Pero tú, pueblo mío, si vuelves a tu Dios,
y si le buscas con mayor empeño.
Si olvidas de una vez los ídolos impuros
de la honra, del dinero y del poder,
y vuelves a tus viejos títulos divinos
de paz en la justicia
y gloria en la piedad,
podrás levantarte del suelo de tus ruinas
y volver a la cima de la altiva esperanza,
y mirar para oriente,
y ver otra vez a tus hijos exiliados,
convocados por Dios,
que vuelven hacia ti.
Porque a Dios, tu Señor, le gusta rebajar
todo monte elevado, toda duna encrespada;
rellenar vallonadas y barrancos,
y nivelar la tierra
para que puedas un día caminar seguro,
entre bosques aromáticos,
a la luz elegre de su gloria.