Del Museo de Castejón al castillo de Arguedas (I)

 

         Día lluvioso de noviembre. Buscamos información, entretenimiento y refugio en el Museo de Castejón de Ebro, que conocemos bien.  Ya no llueve cuando llegamos a la plaza de España de la villa, donde el antiguo Mercado de Abastos, ahora frente al Centro Cultural Sarasate, se convirtió hace años en el precioso Museo de la Edad de Hierro, de la villa romana y del ferrocarril. Nada menos. Hay también en el sótano una exposición de pintura, pero hoy nos interesa sobre todo la exposición más lejana, porque necesitamos llenar de contenido humano tantos castros protohistóricos, como hemos visto por fuera durante estos últimos meses.

El Museo de Castejón, después del de Pamplona, es el mejor muestrario de aquella Edad. La necrópolis celtibérica de El Castillo / El Montecillo, situada al pie, algo distante, del cerro, la más importantes de Navarra, junto con la de Cortes. Se excavaron casi dos centenares de tumbas, y quedan dos terceras partes por excavar. Propiedad de la nueva central térmica Iberdrola, consiguió fácilmente los permisos y la financiación de los trabajos y de su museización, pero al mismo tiempo se ha perdido la ocasión de haberse conservado toda la estructura arqueológica y haber formado el Museo al aire libre más importante de España.

En medio de la sala contemplamos la reproducción al natural de los espacios funerarios de la necrópolis, con los círculos de adobes o piedras, los cascajos o cantos rodados dentro o fuera de los mismos, y las urnas de cenizas sobre ellos o dentro de un pequeño cuadrado de adobe o de piedra. Al lado, vemos parte del ajuar del difunto correspondiente,  del sacrificio de aninales y del banquete posterior: una parrilla de hierro, armas, vasijas rotas… En las vitrinas la muestra más sorprendente es la reproducción de una pira funeraria de un personaje principal en una sociedad muy jerarquizada -seguramente político y sacerdote-, con sus armas guerreras y sacrificadoras (espada, lanza, escudo, cuchillos), adornos de todo tipo, de piedra, bronce, hierro y hueso;  vasijas votivas…  De esa y de otras tumbas quedan parrillas, coladores, morillos, espadas, cazos, calderos, fíbulas -una con forma de carnero-, hebillas, lúnulas (pectorales con formas de luna creciente)… De la villa romana posterior, cercana al Montecillo, y así denominada, se expone una jarra de hierro con cabeza femenina. Otros restos de la misma se muestran en las instalaciones de la central próxima de Iberdrola.

Desde la terraza del Museo, vemos por los cuatro costados el pueblo de Castejón (más de 4.000 habitantes): el caserío compacto, en continua extensión hasta hace bien poco: la torre de fusileros, de la última guerra carlista; la vieja fábrica de harinas; la torre de la iglesia de San Francisco Javier, el puente Sancho el Mayor ssobre el Ebro, el más bonito de los que he visto en el mundo… Hasta 1927 fue Castejón un barrio de Corella, recreado y  potenciado por el tren, cuyo antiguo dominio es fácil imaginar desde aqui por la tupida red ferroviaria -¡nueva edad del Hierro!-, frente al menor paso actual de trenes, y todavía al rojo vivo la crisis de una de sus empresas, fabricante de autobuses eléctricos (Trenasa), cuyas vallas los obreros despedidos han llenado de cruces funerarias. Desde aqui vemos bien la cima de El Montecillo, sobre el río Ebro, que no vimos la otra vez, y hacia el cual nos dirigimos.

Erguido sobre un alturón, de forma cónica, cubierto por una vegetación bardenera, y todavía coronado por un antiguo depósito de aguas, el topos del viejo poblado es un típico castro celtíbero: por su elevación y por su cercanía al cauce del río. Todavía se pueden ver algunos restos defensivos en el foso meridiconal. Sin un solo indicador, sin un panel que lo explique, no creo que se haya excavado aqui ni poco ni mucho, al contrario de la cercana necrópolis, al este del montecillo, sobre cuyo terreno pasamos con cierta emoción contenida.

José Antonio Faro Carballa, que ha estudiado el yacimiento (mediados del siglo IV a. C.) mejor que nadie, considera las sepulturas excavadas como el último paso de un extenso ceremonial funerario, más patente aquí que en cualquier otro lugar: sacrificio ritualizado de aninales -ovejas y cabras, y a veces équidos y bóvidos-; banquete de los deudos; piezas cerámicas elaboradas ex professo para las exequias; ofrendas de alimentos reservadas al difunto… Todo ello hace de este lugar un referente de primer orden para esta materia, en la historia de la Segunda Edad del Hierro.