También un filósofo ateo y humanista como él (París, 1952) vive la dimensión espiritual aunque no sea en términos religiosos. Y considera que una persona no creyente también es capaz de captar el misterio de la vida y de la existencia, de vivir admirativamente la inmensidad, el silencio, la unidad de todo. En El alma del ateísmo (2006) confiesa haber tenido hacia los veintiinco años una experiencia inefable mientras paseaba con unos amigos, después de cenar, por el bosque, en los alrededores de una población rural al norte de Francia, donde era profesor de filosofía. Y no solo esa vez:
Y de pronto, ¿Qué? ¡Nada! Es decir, ¡todo! Ningún discurso. Ningún sentido. Ninguna interrogación. Solo una sorpresa. Solo una evidencia. Solo una felicidad que parecía infinita. Solo una paz que parecía eterna. El cielo estrellado sobre mi cabeza, inmenso, insondable, luminoso, y ninguna otra cosa en mí que ese cielo, del que yo formaba parte, ninguna otra cosa en mí que ese silencio, que esa luz, como una vibración feliz, como una alegría sin sujeto, sin objeto (sin otro objeto que todo, sin otro sujeto que ella misma), ¡ninguna otra cosa en mí, en la noche oscura, qe la presencia deslumbrante de todo!
(…)
Desasimiento. Libertad. Necesidad. El infinito al fin devuelto a sí mismo- ¿Finito? ¿Infinito? No se planteaba la pregunta. Ya no había preguntas. ¿Cómo se le podría dar respuesta? Solo había la evidencia. Solo había el silencio. Solo había la verdad, pero sin frases. Solo el mundo, pero sin significación ni meta. Solo la inmanencia, pero sin contrario. Solo lo real, pero sin otro. Ni fe. Ni esperanza. Ni promesa. Solo había todo, y la belleza de todo, y la verdad de todo, y la presencia de todo. Eso era suficiente.