Desde el castro y castillo de Irulegi

 

                    Desde el poche de Idoate, donde comienza el valle de Izagaondoa, subimos entre pinos de repoblación y bojes hacia el catillo de Irulegi, en la Peña de Lakidain. Hace más de treinta años que subimos allá desde el pueblo del mismo nombre, cuando del castillo solo quedaban unas ruinas semi enterradas. Esta es una subida más penosa pero más corta. Al regreso, dos muchachos atléticos nos admiran por nuestra edad, y con esto ya se sabe lo que se quiere decir. En la parte más brava de la pendiente han puesto unas semiescaleras  con tabla de madera  en la base y sostén de hierro, mejores para subir que para bajar. Después de llegar a una zona más abierta, a la altura de los 850 metros, pensamos ver los restos de un mural de piedra del oppidum o castro de la Edad de Hierro, en su extremo meridional, que identificó en su día Javier Armendáriz, castro de unas diez hectáreas, quemado probablemente, según él, por las tropas de Quinto  Sertorio hacia el año 76 a.C. Las decenas de glandes, proyectiles de honda, de plomo, encontrados en sus alrededores, fueron determinantes. Nos parecen visibles, a pesar del pinar que lo ocupa todo, la altura del terraplén y su foso correspondiente.

Por fin divisamos el bulto del castillo  y un amplio raso, que asciende levemente hacia él. Un panel lateral y discreto nos recuerda su datación del siglo XIII y sus posibles precedentes, pero no no nos dice nada de su demolición en 1494 por los reyes de Navarra, doña Catalina de Foix y don Enrique de Albret, para evitar que fuera aprovechado por el bando beamontés del conde de Lerín, mayoritario en Pamplona y su Cuenca, que lo había poseído hasta entonces. En la parte inferior del raso un joven con casco en la cabeza y bicicleta en la mano parece ordenar algo en torno a un hueco excavado. Es uno de los muchos voluntarios, nos dice, que viene trabajando, en auzolán, en la restauración del castillo, en su consolidación y en su socialización como patrimonio histórico singular y hasta como símbolo del Valle de Aranguren, propósito que se fijó el ayuntamiento del mismo Valle cuando dejó, el año 2007, en manos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi la recuperación de la vieja fortaleza.

 Estamos ante la última cata abierta en los últimos trabajos para recuperar, al mismo tiempo que el castillo, el castro protohistórico, sobre el que se montó la fortificación medieval. Probablemente en el alturón donde hoy se encuentra había un fortín o santuario, mientras en la explanada se expandía el poblado, vascón, celtíbero, o lo que fuera. El voluntario nos muestra otra cata superior, ahora cerrada, donde se hallaron los cimientos de una vivienda, y los huesos de un bebé perinatal en el subsuelo, costumbre que en algunos sitios ha perdurado siglos. La excavación de este último verano descubrió igualmente una vivienda, de cuyo entorno se han extraído vasijas de cerámica, molinos de piedra y restos de animales de consumo.También en las labores del cercano castillo se encontraron un denario de la ceca de Sekobirikes y un as de la ceca Arsaos, entre los siglos II y I a.C.

Atravesamos la explanada y subimos el repecho, que era una defensa o foso natural, hasta el plano del castillo de Irulegi. Sobre las bellas ruinas recuperadas, hay dos mujeres jóvenes tomando el sol. El castillo amurallado tiene una planta rectangular de 39 m de largo y 15 de ancho y ocupa una superficie aproximada de 460 metros cuadrados. Lo rodean dos cinturones de fosos, menos por el norte, donde el precipicio es  el foso mejor. Cuatro torres semicirculares en las cuatro esquinas, abiertas en saeteras, flanquean una central, cuadrangular, con los mejores sillares de la construcción, de dos o tres plantas, alguna de ellas seguramete de madera, coronada de un garitón o cadalso, además de la bodega subterrránea. A la que se le añadió, andando el tiempo, una estructura triangular en el centro del muro sur, bajo la torre mayor. Bien reconocibles son el aljibe o cisterna, con el suelo de lajas; el patio de armas, y las dos capillas. La forteleza fue reparada en cuatro ocasiones, entre 1285 y 1371. Hay mucha documentación sobre la misma. No se sabe de luchas o batallas relevantes en torno a ella.

Sitio estratégico en verdad para ver, observar, vigilar y controlar Pamplona y su Cuenca, así como las Cuencas de Urroz y Aoiz, en la Edad de Hierro, en la Edad Media y también en nuestros días, aunque ahora, y ya sin posibilidad de control, con menos miedo y sin afán alguna de dominio. Otra montañera, que acaba de subir después de terminar el trabajo, comparte con nosotros la admiración por la belleza de la tarde y del lugar. Esta tarde soleada de noviembre, cae la antepenúltima luz otoñal sobre las sernas de cereal, ocres, terrosas o verdoyas, de los valles de Aranguren, Lizoain e Izagaondoa. A lo lejos, cegados de sol, el Perdón, la Sierra de Sarbil, Beriain y la cordillera de Andía…. Más lejos aún, por el nordeste, el arco montano desde el Saioa hasta los Pirineos aragoneses, aún sin nieve: Adi, Larrogain, Corona, Lakarri, Baigura, Ortzanzurieta, Elke, Pausaran…

Rebrilla ahí abajo el vaso de Zolina, casi un lago desde aqui. Serpentea, casi sin ser visto, el Sadar, hijo también de Aranguren. Por el lado del precipicio, arraigan ahí cerca Lerruz y Yelz: por esas laderas subí yo con mi amigo Felix, hasta las casetas de los palomeros. En frente, pueblecitos de escaparate: Mendioroz, Uroz, Redín, Lizoain…, este último siempre de actualidad, quién lo diría, por sus terremotos. Un poco más a la derecha, los altos depósitos de Aoiz y un tramo del Canal de Navarra.

Por el este, ya más sombrío, el placentero valle de Izagaondoa: el macizo de Izaga siempre como centro, referencia, señal, totem. Hermoso y placentero valle, sin río, pero con varios regatos, como el Monte, que desemboca en el Erro, y el Turrillas, que da en el Irati. Alargado desde el apretado Idoate hasta Turrillas, y desde el holgado Lizarraga hasta Indurain. Luego los veremos, al pasar, con sus lucecitas encendidas: Artaiz, Zuazu, Reta, Ardanaz… Enfrente, sobre el Señorío despoblado de Mendinueta, el monte Leguin, con las ruinas del famoso castillo, del que nadie se acuerda.

Y allí, alto, apenas una manchita blancuzca, la ermita de San Miguel  de Izaga (ex santuario del alado dios Mercurio), protectores de caminos  y de caminantes, a los que querían y necesitaban controlar, o defenderse de ellos, o las dos cosas, en uno y otro tiempo, los oppida, los castros, los castillos…