Evangelio de Marcos 13, 33-37
Vivían obsesionados por la vuelta de Jesús,
de aquel Hijo de Dios que había ressucitado.
Y recordaban de continuo las palabras del Maestro
acerca de la inminencia del Reino de Dios.
Habían visto caer, piedra sobre piedra, los muros del templo;
reducida a cenizas la ciudad santa
pasados a cuchillo miles de paisanos.
Habían sufrido la muerte, el exilio, la persecución y el odio,
y después el engaño
de los falsos cristos y los falsos profetas.
¿Cuándo verían al Hijo del Hombre
volver entre nubes, con poder y con gloria?
Algún profeta local, por consolarlos,
añadió que era cosa de unos años.
Pero Jesús había dicho
que el día y la hora eran cosas del Padre celestial.
Era cosa de velar, de vivir con lucidez,
de vivir la realidad con ojos nuevos,
fieles a la esperanza -al Dios de la esperanza-,
que es la prueba de la fe.
Dios es aquel señor, que un día se ausenta,
da a cada uno su trabajo
y ordena a su portero que guarde su casa.
Él volverá, quién sabe cuándo:
quizá al atardecer, o a media noche.
al cantar el gallo o al quebrar la madrugada.
No quiere que nadie le reciba dormido.