El Castellar de Javier

 

              Hace muchos años me lo enseñó el alcalde de Javier, Ángel Ciprés, aquel alcalde gentil e histórico por su permanencia en la alcaldía, casi eterna. Tuvimos que luchar a brazo partido contra encinas, carrascas, coscojas, enebros, hollagas, cerrenzas…, que rodean y ocupan toda la extensión del castro celtíbero, bajo la la inspección constante de los pinos de repoblación que se extienden por las laderas. En la entrada desde la carretera, junto a las tres cruces esculpidas del Vía Crucis  de la Javierada (duodécima estación), en la que se recuerda a los mozos navarros y al Seminario Conciliar de Pamplona, una pequeña tabla, fijada en un pino, dice con letras amarillas: Al Castellar. 400 m. Algo es algo.

El sendero, que se abre en un claro del monte, junto a un pequeño barranco, es cómodo y asciende suavemente entre la broza del monte bajo. Encinas, carrascas, coscojas y enebros alcanzan alturas considerables. De vez en cuando, algún madroño, algún rusco. Nos cruzamos con una ancha pista de tierra, pista también para marcha nórdica, y seguimos andando. El monte se nos cierra un poco más, y, unos metros más tarde, llegamos a la base del oppidum  o castro, un gran muro de espesa vegetación que se nos pone delante y que oculta la muralla que rodeaba el poblado pòr esta parte septentrional, la más indefensa. A la izquierda sigue el sendero, que rodea la base del castro, pero nos lleva hasta la otra vertiente del monte, perdida seguramente la conexión anterior con la cima. Por la derecha, en cambio, a los pocos metros, un derrumbe de piedras, como un pequeño torrente, nos dice bien a las claras que aqui estuvo la parte más débil de la muralla y tal vez la entrada. Como no vemos otra vía de acceso mejor, subimos entre las piedras y llegamos a la cima llana del  castro. Ni indicador ni panel alguno ayuda al curioso o al devoto de la arqueología, en su excursión, en su visita, en su interés.

Lo descubrió el jesuita P. Francisco Escalada, residente en Javier en una de sus muchas correrías por los yacimientos pre-proto-e históricos de los alrededores, que le hicieron un verdadero precursor de la prospección arqueológica actual. Después lo estudiaron Taracena, Vázquez de Parga y Javier Armendáriz. Alcanza los 621 metros de altura y los 182 de perímetro. En él encontraron restos del período neolítico, de la Edad del Bronce, de la del Hierro, de época romana y medieval. Tan duradero fue su poblamiento.

Dado el estado de la maleza que lo ahoga todo, apenas si se ve otra cosa que los restos de la muralla interior de la zona oriental, cerca de la cual vemos una especie de pozo de piedras, que puede parecer un aljibe, y en la parte occidental una gran piedra vertical hincada en el suelo, puerta de alguna casa o de alguna calle. Y poco más. La parte más impresionante del poblado es la muralla natural por los flancos este, sur y oeste, compuesta por grandes losas de piedra caliza, algunas de ellas talladas por el hombre, seguramente para hacer más evidente y segura su posición defensiva. El P. Escalada o algún devoto del lugar aprovechó unas piedras más pequeñas para formar un pequeño altar con una figurita de la Virgen de Lourdes en uno de los huecos.

Espléndida visión desde este lado hacia tierras aragonesas, con Undués de Lerda perdido entre colinas, y el montaraz fortín de Sos del Rey Católico dominando la Valdonsella, a la par de las sierras Peña y de San Pedro. A diferentes distancias, a uno y otro lado del río Aragón, los blancos nidos altos de Cáseda y Rocaforte, unas leves trazas de los cimeros Gallipienzo y Ujué, y algunas casas en los extraamuros de Sangüesa. A los pies, los feraces herbales aluviales del Onsella: El Regadío, Boyeral, Ongaiz…, y  la ermita del Socorro. Por el norte, la sierrra de Leyre lo cierra todo. El monasterio aparece como una excepción, geográfica, cultural y religiosa. Y ahí abajo, nuestro lago del Pirineo, y el santuario, el castillo y pueblo nuevo de Javier. El alcalde Ciprés recordaba haber oído a Escalada que donde está el castillo hubo otro castro primitivo, desde el que era fácil ver  las señales de humo o de fuego hechas desde este. Por el oeste, los tres  breves picos de la sierra de Izaga, de donde algunos sugieren posibles cálculos y experimentos astronómicos… 

Almorzamos bajo un arce con las hojas aún enteras de oro viejo, y a veces de oro sonrosado, cerca del río Mayor, y sesteamos en el camino del Molinaz. La segunda parte de la tarde la dedicamos al santo de Javier y del mundo entero, en la basílica de su nombre.