Leo testimonios de gente mayor, de nuestra generación y de otras posteriores, y casi todos recuerdan con nostalgia la Navidad: aquellos abuelos y padres, aquel belén, aquel musgo, aquellas comidas y cenas familiares, aquel turrón, aquél tambor de castañas, aquella novenica del Niño, aquellos Reyes Magos…. Algunos la comparan con la Navidad de ahora. Otros ni se atreven.
Cualquier persona, de educación tradicional, entrada ya en años, que haya perdido padres o hermanos, recuerda por fuerza con nostalgia («dolor de la vuelta», del recuerdo) la infancia perdida, época de iniciación a la vida, de ilusión sin par, de creatividad creciente. En la Navidad, además, se aúnan el halo del misterio de lo transcendente, la ternura de la maternidad, la delicia del recién nacido, el aura de ángeles, pastores y magos, unido todo a la ilusión de la lotería, de los regalos, de las visitas, de la llegada de personas queridas. Más la diversión de las comedias parroquiales, de los cantos del coro o de la preparación de la Cabalgata.
¿Tiene todo esto algo que ver con las Saturnales o la fiesta arcaica del solsticio? Poco o nada. ¿No es todo esto puramente navideño y hasta encantador? Seguro. Pero, como de nostalgia tampoco se vive, llega un momento en que, si el cultivo del sentido cristiano de la Navidad no se cultiva al tiempo y modo como se cultiva todo lo demás, la Navidad queda como mero recuerdo, como algo pasado, con una ciert a raya de tristeza y decepción.
La Navidad, en cambio, es constante mensaje de alegría y de paz. El anuncio del ángel a María, preciosa manera de decir la voluntad de Dios, comienza por un Xaire, Maria kejaritoméne: Alégrate, Maria, la favorecida. Y todos los mensajes posteriores no hablan de otra cosa que de presencia, alegría y paz. Para todas las edades, no solo para la niñez. Y para todos los tiempos: también para 2021.