Penúltimo día de febrero. Buen sol y mucho viento. Van perdiendo flor los almendros por la Navarra media y baja, y comienzan a florecer los cerezos. Pasamos el crucero, atravesamos la villa, con algunos paisanos por la calle Mayor otros en la terraza del bar Barcos, y llegamos a las últimas casas del pueblo. Frente al polígono industrial La Dehesa de Ormiñen, tomamos una pista que pronto se interna entre olivos, y vemos en seguida el alturón que puede ser la cara norte del yacimiento protohistórico. No nos engañamos. Ahí está la Peña-Fitero. Y no la llamo Peña-Hitero, porque hace muchos años ya nos enseñó don Manuel García Sesma que en toda la documentación medieval siempre aparece Fitero y no Hitero. Por la sencilla razón que la segunda palabra es la derivada de la primera, y no al revés.
La parte norte del yacimiento, la más vulnerable, era seguramente un profundo foso, casi hoy del todo colmatado por un olivar, recorrido por una honda acequia de tierra, y seguido por un pequeño promontorio llano, cubierto por atochas o esparteras y algunas aliagas, que comienzan ahora a amarillear, y que ocupan el conjunto del antiguo poblado. Por el extremo sur cae a pico sobre la rica y extensa vega del río Alhama (aguas calientes, baños, en árabe), con grandes viñas nuevas en espaldera, campos de frutales, donde vemos ya los cerezos florecidos, huertas varias y el arbolado que acompaña al débil y delicado río, que nace en la sierra soriana del Almuerzo, riega el suroeste de Navarra y desemboca en el Ebro. El límite sur del poblado, encima del cortado, termina en unas grandes rocas, una de ellas en forma de terraza, donde Julio Ascensión sugiere un posible lugar de ceremonias. A dos kilómetros de aquí, al oeste, aparece al sol redondo de esta mañana la estampa de la villa de Fitero en torno a la torre del viejo monasterio, con su alta corona de Roscas, y, al este, fulgura el polígono industrial de Cintruénigo, al otro lado de la carretera, que la separa de la villa, reino de la porcelana, plantada sobre la orilla derecha del mismo rio Alhama.
Lo que más salta a la vista al llegar a la parte oriental del poblado celta es que una esterilla negra, sostenida por piedras, desgarrada en casi todos los sitios, cubre -intentaba cubrir- las excavaciones. Lo que dificulta a veces la observación de las mismas. Pero es sobre todo señal de triste abandono de los trabajos, que no han vuelto a reanudarse, a pesar de ser tan excepcionales. Los arqueólogos navarros Manuel Medrano Marqués y María Antonia Díaz Sanz descubrieron en las excavaciones de los años 2004 y 2005 la residencia fortificada de un jefe tribal o militar (príncipe) protocelta. El recinto comprende 900 metros cuadrados, rodeados de una muralla de piedra, de 30 metros de longitud, con torreones angulares, de los que se conservan hasta tres metros de altura y con siete metros de espesor en la zona de la tumba, reforzada con la presencia exterior de piedras hincadas. La casa – tumba, en el interior de la muralla, seguramente del siglo VI a. C. es una habitación con paredes de piedra, en la que enterraron la cabeza de una persona, de la que pudo recuperarse la mandíbula y fragmentos de cráneo. La estancia rectangular, de unos 10 metros cuadrados, tiene un banco y un pequeño hogar, que contenía la parte superior de un casco de hierro, vasijas colocadas en el suelo, dientes de jabalí y cuernos de ciervo, símbolos de valor y de poder. Dentro de la muralla hallaron asimismo la extraña tumba de un niño, de 5 a 7 años, acompañado de dientes de jabalí y cuernos de ciervo, lo que podría señalar descendencia o algún tipo de parentesco con el jefe tribal, porque los celtas y celtíberos solían incinerar los cadáveres de los niños muertos con más de un año de edad. Otros restos de un niño de menos de un año estaban fuera de la muralla, según la costumbre celtíbera de enterrarlos, a esa edad, debajo del suelo de las casas, como medida de protección.
Fuera de la muralla encontraron los arqueólogos estancias con gran número de hornos y hogares, lo que indica que era un área industrial y, quizás, tambien de vivienda. Igualmente descubrieron muchas cerámicas grafitadas, y hasta 72 molinos de piedra. Lo que parece indicar que los señores de la fortaleza dominaban un amplio territorio y controlaban los medios de producción y de subsistencia, así como el monopolio de la producción metalúrgica, que incluía la fabricación de armas. Los diversos desniveles al extremo este del poblado son restos de antiguos fosos en esa parte del recinto, también vulnerable. El poblado sufrió incendios dos veces. En el siglo I a. C. aún seguía habitado. Falta por excavar gran parte del yacimiento.
Al volver por donde hemos venido, imaginamos el antecastro natural ponderando los niveles del terreno. Es una pena que no haya un panel o señal alguna que explique este singular castro prerromano. A derecha e izquierda de la pista se siguen envejeciendo los viejos olivos que nos parecen desordenados, sin límites claros de fincas. Sus dueños seguro que no lo ven asi. Vamos ahora a la Peña del Saco.