Jn 11, 1-41
Faltaban unos días para la Pascua.
Enfermó por entonces Lázaro
de Betania, hermano de María.
Esta mandó un recado a Jesús:
–Señor, tu amigo está grave.
Tres días después,
al llegar Jesús a casa de Lázaro,
llevaba este cuatro días muerto.
María se echó a sus pies:
-Si hubieras estado aquí,
no hubiera muerto mi hermano.
Al ver llorar a María
y a los parientes y amigos que la acompañaban,
Jesús se echó también a llorar.
–¿Dónde le habéis puesto?
preguntó Jesús.
Y le enseñaron:
Era una cueva cerrada
con una piedra grande.
–Retirad la piedra,
ordenó el Maestro.
Y de pronto gritó con voz poderosa:
–Lázaro, sal fuera.
E, inmediatamente, Lázaro
salió del sepulcro
con las manos y los pies vendados
y la cara envuelta en un sudario.
Muchos entonces creyeron en Jesús.
*
(Este debió de ser, o algo semejante,
el primer relato del suceso.
El fino teólogo,
que era el evangelista,
añadió una lección teológica
de la fe en la resurrección
por medio de un vivo diálogo
con Marta, hermana de María.
¿Fue así, como nos lo cuenta
la antigua tradición de la Iglesia de Juan?
¿Fue acaso una muerte no clínica?
¿Una creencia de los mismos discípulos
en tiempos de de Jesús?
¿Una bella narración cristiana pospascual,
y dramática,
de la esperanza en la resurrección?)
Sea lo que sea, es un mensaje
evangélico y diáfano:
Jesús simboliza y anticipa
la resurrección corporal, al fin de los tiempos,
resucitando a Lázaro.