Mc 15, 42-47; Mt 27, 57-61; Lc 23, 50-56; Jn 19, 38-42.
Al atardecer del viernes,
víspera del Sábado pascual,
José de Arimatea,
miembro respetable del Sumo Sanedrín,
que esperaba el reino de Dios,
tuvo la valentía
de pedir a Pilato el cuerpo de Jesús.
Concedido el favor,
lo hizo descolgar del madero del Gólgota,
lo envolvió en una sábana
y lo puso en un próximo sepulcro,
excavado en una roca.
Si un hombre, reo de delito capital,
-ordena el Deuteronomio-
ha sido ejecutado,
lo colgarás de un árbol.
No dejarás que pase la noche en él.
Lo enterrarás el mismo día:
porque un colgado
es una maldición de Dios.
No harás impuro el suelo,
que Yahvé, tu Dios, te da en herencia.
La cosa había devenido proverbial:
–Que no se ponga el sol sobre el colgado.
Aquella tarde,
se puso el sol sobre la tumba de Jesús.