Lc 24, 36-49
Lucas no conoce una experiencia pascual
solo de los Once,
sino toda una aparición fundante
a los Once y a todos los demás,
a los Once y a todos los que estaban con ellos:
las mujeres galileas, los parientes y la madre de Jesús.
Y lo cuenta a la manera como ha contado
la historia de los dos fugitivos, una página antes.
Jesús vino al encuentro
de aquella incipiente Iglesia cristiana
y se dejó ver tan vivo como era
después de su muerte y su resurrección.
Les trajo a todos la paz,
aquella paz con la que tantas veces les había saludado,
liberándolos de dudas y de miedos.
No, no es un fantasma,
como muchos les dirán que es lo que han visto:
Es el mismo Jesús de Galilea,
el de los pies y las manos clavados en la cruz.
El mismo que comía con ellos el pan y el pez asado.
Y todos ellos volvían de continuo
a Moisés, los profetas y los salmos,
y, con la mente despierta,
igual que los dos fugitivos de Emaús,
revivían lo que el Maestro les había dicho tantas veces:
que el Ungido de Dios debía padecer
para luego despertar de entre los muertos.
Y que ese mensaje decisivo
debía ser proclamado a todas las naciones de la tierra
para el perdón, la conversión y la alegría de los hombres,
por medio del Espíritu Santo prometido.