Jn 21, 1-14; Luc 5, 4-10
Esta vez, muchos años tras la muerte de Jesús,
eligió también el cuarto evangelista el mar de Tiberíades.
Pedro y seis de sus amigos, discípulos del Cristo,
se fueron a pescar, que es lo que sabían.
No tuvieron suerte aquella noche,
pero, al día siguiente, recordando al Maestro,
echaron de nuevo la red a la diestra de la barca
y fueron tantos los peces capturados,
que llegaron
a ciento cincuenta y tres:
número mágico, triangular,
que indica multitud y conjunto completo.
El relato va más lejos que la historia contada.
Sobre el mar del mundo es muy díficil
la pesca cotidiana, aconsejada y prometida.
En medio del agobio y del fracaso
se adelanta el discípulo amado, y el más lúcido:
–Es el Señor, les dice a sus colegas,
y Pedro se lanza a la aventura
y arrastra luego a la orilla la cosecha.
Él es el dueño de la barca, y aqui el protagonista
del trabajo en equipo y del éxito final,
que recoge el total de los pueblos de la historia.
Les espera después el almuerzo del pan y de los peces,
asados a la brasa:
alegre comida compartida,
recuerdo y gracia suprema del Maestro.
Experiencia cotidiana de la Iglesia creciente.