Con el sol primaveral y el suave cierzo que nos acompaña estos días, nos vamos, hoy, domingo, al monasterio de Santa María de Valbuena, en la pedanía de San Bernardo, dedicada al más popular de los fundadores del Císter, pasando por extensos viñedos y campos de trigo y cebada, algunos de veza o de ajos, moteados por pequeñas bodegas, pequeñas, nuevas y de diversa y bella factura. En la recepción de la Fundación de la Edades del Hombre -la antigua cocina de la abadía- nos prestan unas audio-guías y con ellas recorremos despaciosamente el viejo cenobio.
Fue fundado en 1143 por la condesa Estefanía Armengol, hija de Armengol V, conde de Urgell, y de su esposa María Pérez, nieta del conde Ansúrez, señor de Valladolid y de otras ciudades castellanas, y hombre clave en el reinado de Alfonso VI. Sus primeros monjes cistercienses vinieron de la abadía francesa de Berdoues o Berdona (Mediodía-Pirineos), filial de la abadía-madre de Morimond, en el Alto Marne. Fue muy protegida y mimada por los papas, los reyes y nobles castellanos, que le donaron numerosas viñas y campos de cereal, molinos y aceñas, pesqueras o piscarias y salinas, granjas, bosques, huertas, prados y pastos, y toda clase de ganados. Los monjes trajeron de Francia variedades de cepas, que después se hicieron famosas y hoy están entre las mejores del mundo. Llegó a tener bajo su jurisdicción otros siete monasterios en Castilla y Portugal. En el siglo XV, tras un período de decadencia, se le aplicó la reforma de la Congregación de Castilla y dejó de depender de la abadía francesa para pasar a ser filial de la hispana de Poblet. Terminó sus días por la Desamortización de Mendizabal, cuando se pusieron en venta todas las dependencias, excepto la iglesia, que continuó como parroquia del lugar. En 1950, el Instituto Nacional de Colonización, como ya he he dicho, lo compró al último de sus dueños, y la archidiócesis de Valladolid adquirió la propiedad de los edificios monacales. Es Monumento Histórico-Artístico Nacional desde junio de 1931.
El imponente conjunto religioso-civil del siglo XII, rematado por el cimborrio octogonal y la espadaña posterior, alberga la típica igesia cisterciense, clara, sobria y excelsa, llena posteriormente de retablos barrocos, con el luminoso central, atribuido a Pedro de Correas, y otros con obras originales o de discípulos de Gregorio Fernández y Alonso de Berruguete. En esta iglesia celebramos poco después, a las doce menos cuarto, la fiesta grande de Pentecostés con una treintena de vecinos. El coro, muy activo, lo forman cinco mujeres y un varón. El párroco tiene cuatro celebraciones que presidir esta mañana y tiene tanta prisa, que no se le puede seguir ni en el Gloria ni en el Credo, este, además, en su versión niceno-constantinopolitana, más larga y que casi ha olvidado la gente .
Antes hemos visto detenidamente la capilla del Tesoro o de San Pedro, capilla funeraria tal vez, con sus pinturas murales, góticas, que adornan las paredes de varios sarcófagos; el claustro de dos alturas (siglos XIII y XVI, respectivamenre), con las diferentes pandas del mismo: del capítulo (la majestuosa sala de los trabajos, ahora de exposiciones); del refectorio; de la cilla; del mandatum... En las bóvedas y muros del claustro y en algún intradós de los arcos se conservan vestigios de pinturas manieristas de gusto italiano, sobre la Pasión de Cristo, San Bernardo y otros temas, obra de los maestros palentinos de la época, y salvados muy parcialmente, en la última restauración, de la capa de yeso que los borraba desde el siglo XVIII. En las enjutas de la galería superior, gótica y renacentista, se suceden por los cuatro costados cincuenta y dos tondos o medallones, con cabezas de muy buena talla, rodeadas por anillos o por hojas y frutas, que representan niños, jóvenes, adultos y ancianos, tanto varones como mujeres. Solo es bien reconocible la del emperador Carlos V, firme protector de la Orden cisterciense.
Salimos deslumbrados al Patio del Compás, antiguo patio de huéspedes, donde contemplamos unas bonitas esculturas contemporáneas. Y ponemos rumbo hacia el castillo de Peñafiel, otra de las maravillas de la zona. En mi visita anterior, estaba tan cansado tras pedalear por toda la viila, que aquel alto castillo blanco me pareció inaccesible. Hoy todo ha sido fácil, tan fácil como fantástico. No es que tengamos mucho interés por ver el Museo del Vino, que en él se alberga -visto el Museo Vivanco, de Briones, ¿para qué más?-, y tampoco el castillo imaginario nos entusiasma, tras haber visto tantos castillos falseados. Lo que nos gusta contemplar es Peñafiel desde su castillo, y el castillo como símbolo, santo y seña, corona mural, yelmo blanco y hasta pararrayos histórico de Peñafiel: pinna fidelis.
Monumento Nacional desde 1917, mide 35 m de anchura y 210 de longitud, y está defendido por una doble muralla. La interior, constituida por 28 cubos y cortinas almenados, y transitables a través de un adarve. En el centro aproximado se yergue, airosa y rebusta, solemne como Minerva, la torre del homenaje, de 34 m de altura y tres plantas. De la primitiva torre, existente ya en el 943, se apoderó Almanzor, cuarenta años más tarde, y fue reconquistada el año 1013 por el conde Sancho García. Uno de sus alcaides fue Álvar Fáñez, primo hermano del Cid. Fernando III el Santo instituyó el señorío para su hijo Alfonso X, quien lo transfirió a su sobrino el infante Juan Manuel. Este reedificó el conjunto en la primera mitad del XIV. De mano en mano de reyes, cayó en las del infante Trastámara, Fernando de Antequera, y después en las de su hijo Juan II de Aragón y de Navarra, padre del Príncipe de Viana. Mandado destruir por Juan II de Castilla, fue reeedificado en el siglo XV por el noble Pedro Téllez Girón, maestre de la Orden de Calatrava, cuyos escudos campean en la torrre principal. El ayuntamienrto actual, propietario del castillo, trabaja denodadamente en la compleja y costosa reconstrucción -la grúa por testigo- del mismo, y en el estudio de su historia y debida divulgación.
La terraza principal es el mejor balcón sobre la villa de Peñafiel, atravesada directamnente desde el sur por el río Duratón, que llega desde Somosierra y, tras hacer unos jeribeques, desagua, a nueve kilómetros al norte, en el padre Duero, que pasa culebreando, o dando saltos orográficos, como se quiera, por el campo de Peñafiel. El campo, mayormente vitivinícola y cerealista, está cercado, en los cuatro puntos cardinales, por un corro de colinas discretas, en las que destaca algún escarpe o espolón, que seguramente cobijó algún oppidum vacceo (celtíbero) y se convirtió, siglos después, en fortaleza, castillo o poblado medieval. Recordamos otros balcones semejantes sobre campos y sobre ríos similares: Lerma, Toro, Zamora, Ledesma, Ciudad Rodrigo…
Pero ya es hora de bajar de tan altas esferas.