-¿Vamos a tomar un café a Labeaga?
–¡En Labeaga no hay café!
Labeaga es un lugar, concejo del municipio de Igúzquiza, al este de Abaigar y Murieta. Una docena de casas llenas de plantas y flores en la calle Yerbín, una de ellas renacentista y otra con blasón del XVII. La iglesia parroquial de San Gervasio y San Servando, separada del caserío, es de origen medieval, muy trasformada después. El terreno comunal llega a las 146 hectáreas, 16 de secano, 2 de regadío, 9 de pastos y 120 de bosque maderable: un gran encinar, que aquí llaman monte, solo interrumpido por unas cuantas viñas.
Se asoma un señor al balcón y baja a decirnos por dónde se va al monasterio -bueno, a las ruinas del mismo- de Santa Gema, y allá que vamos. Pero, pasados tres kilómetros de monte, nos despista un indicador entre ramas de encinas, que indica el monasterio. Comenzamos a andar, que es bajar por una senda abierta en el encinar en dirección al valle del Ega. Pero cuando llevamos un buen rato andando, no encontramos ruina alguna y volvemos al pueblo. Damos con un matrimonio mayor en un jardín: los dos quieren ayudarnos; se impone el varón, con un papel y un lápiz:
–Siguiendo siempre el orillo de la viña…
Bueno, ahora parece que le entendemos. Y la verdad es que el indicador de madera sigue diciendo que el monasterio está a 0´600 metros, lo que no habíamos visto antes.
Siguiendo, pues, el orillo de la viña, no sin ciertos titubeos finales, vemos por fin las ruinas del monasterio de Santa Gema. Propiedad ahora de Bodegas Irache, un gran letrero en la fachada prohíbe la entrada por ruina total. El monasterio está ubicado en un escarpe sobre el río Ega, aguas arriba del molino de Labeaga. Nos asomamos brevemente a la puerta de la iglesia gótica, que, con grandes grietas, aún sigue en pie; vemos derruida la entrada a la cripta, única en la Merindad, que salva el desnivel del terreno, y nos parece ver restos de pinturas en las paredes de la nave única. Sus muros orientales están rodeados por fresnos, encinas y quejigos; zarzas y hiedras cubren parte de las bóvedas.
Sabemos que el año 1063 el rey Sancho García, el de Peñalén, asignó el monasterio a la catedral de Pamplona, donde hubo todo un arcediano encargado de las rentas del mismo, que debieron de ser copiosas. Desde hace un montón de años, unos se han llevado sillares de los contrafuertes; otros el arco de la portada; estos el marco de una ventana; aquellos los sillarejos de las tapias… En la iglesia de Murieta se conserva una ventana redonda, extraída del convento. Ni las autoridades forales, ni las municipales hicieron lo suficiente por salvarlo de la ruina. Y Bodegas Irache intentó, incluso, derribarlo para extender los viñedos. Para colmo, fue declarado Patrimonio Cultural de Navarra, lo que, como se ve, no sirvió de mucho.
Digo todo esto del monasterio, porque nosotros no veníamos por él, sino porque el nombre del monasterio da nombre al poblado antiquísimo que buscamos, que se extendió desde el Neolítico Final y Bronce Antiguo, pasando por la Edad del Hierro, el Imperio Romano y la Alta Edad Media. Piezas líticas y pulimentadas, correspondientes a los períodos más antiguos, se encontraron aquí, así como cerámicas manufacturadas y torneadas celtíbéricas, de la Edad del Hierro, y una estela romana, con un disco solar y radios curvos, que hacía de altar en la iglesia monacal.
Entramos, luchando con la alta maleza, en el espacio de lo que fueron las estancias del monasterio, donde toda imaginación tiene cabida. A los contrafuertes les hurtaron los sillares inferiores. Solo los cardos quedaron sin robar. Quedan algunos paños de muros, varios restos de arranques de paredes, donde el expolio ha sido máximo, y tal vez piedras del viejo castro reutilizadas para el monasterio posterior. El espeso encinar no nos permite ver ni siquiera el espolón de sotomonte, que defendía el poblado, y solo desde la carretera lo veremos después.
Cuando regresamos por Labeaga, encontramos a nuestro paisano guía que vuelve de un pequeño huerto y le contamos lo que hemos visto. Todavía tenemos tiempo paras bajar hasta el molino que fue del pueblo, un lugar idílico donde el río se remansa y supongo que lugar de baños veraniegos. El molino sigue allí, inactivo, y la casa sigue habitada, rodeada de árboles frutales. Sin saberlo, nos comemos unas cerezas de un cerezo tardío. Al otro lado del camino han levantado un casoplón –pensamos en un principio que era una fábrica- con dos terrazas superpuestas. Una pareja que sale del viejo molino y saca a pasear al perro nos dice con secas palabas que aquello es una casa. No parece que les haga mucha gracia.
La luz se nos anochece y volvemos a Pamplona.