Al día siguiente, paseo por parajes conocidos. En mis muchas estancias de estudio en Salamanca, no dejé monumento que visitar ni rincón en que adentrame. Ahora revivo aquellas experiencias, con mayor placer todavía, o visito lo que entonces era incógnito, o estaba en obras, o cerrado al público todavía.
Torre del Clavero, con sus ocho garitones. Palacio de la Salina, sede de la Diputación provincial, estupenda fachada y mejor patio, con sus clásicos medallones y enormes mensulones. Plaza de Colón y su estatua. Iglesia de la Trinidad, del primitivo convento de los Trinitarios, con estancias laterales hoy integradas en el nuevo y reluciente complejo dedicado a la administración de Justicia. Torre de Abrantes. Por vez primera paso del patio exterior de Las Dueñas (Dominicas). Compro pastas, amarguitos y bocaditos de la tienda de abajo, siempre muy concurrida; recorro el pequeño y exquisito museo de los tres conventos, el local, el de Lejona y el de Valladolid, hoy reunidos aquí, y me quedo embelesado en el excepcional claustro plateresco de dos pisos en torno al jardín interior, lleno de rosales y de otras plantas de adorno, con un ciprés que aguanta la comparación con el de Silos.
Qué derroche de variedad, imaginación y finura en ménsulas, capiteles, arcos, medallones, frisos… Juan de Álava, fray Matías de Santiago, Juan Gil, Rodrigo Gil de Hontañón, Pedro de Ibarra… solían ser los artífices, junto con Juan Ribero o Pedro Gutiérrez, de estas maravillas, de las de San Esteban, Monterrey, Salina o fachada de la catedral nueva, sin que sepamos a veces la contribución concreta de cada uno en cada una de la obras. Cuando termino de recorrer la cuarta crujía, me gritan desde abajo que ya es la hora de cerrar. Varios turistas extranjeros se han dejado esta mañana medio cuello como yo en estas galerías.
Por la tarde, visito reposadamente la iglesia y el convento de los dominicos, que tanto me gustaron la vez anterior. Continúan emocionándome la Antigua Sala Capitular, con las tumbas de los grandes frailes teólogos, juristas e historiadores del XVI y del XX, y las galerías altas del claustro, una continua evocación de los misioneros dominicos en América: Por derecho natural, nadie es más que nadie… La libertad equivalente a la vida… No es causa justa de guerra el deseo de ensanchar el imperio…
Ya en la tarde-noche del viernes, callejeamos por el barrio de las catedrales, luminoso, bullicioso y cosmopolita. Rúa mayor hasta la Clerecía. Para volver por la calle Gibraltar -que un alcalde humorista hizo llamar oficialmente como del Expolio durante algunos años-, recordando las muchas horas que pasé en ese antiguo Hospicio de San Ambrosio, etonces Museo de la Masonería y de la Guerra Civil y ahora de la Memoria Histórica (¿Memoria? No, ¡Historia!) Y entrar en el Huerto de Calixto y Melibea, embrujado de luz, sombras, flores, árboles y nostalgias. Y bajar a la Cueva de Salamanca, literalizada por Cervantes y evocadora de aquel trueno de hombre, salmantino famoso, estruendoso y polivalente donde los haya: matemático, profesor universitario, poeta, escritor satírico, biógrafo, astrólogo, ermitaño, bailarin, alquimista, soldado, torero, estudiante de medicina, subdiácono, diácono, sacerdote, curandero, adivino, desterrado varias veces, regalado por la duquesa de Alba… Diego Torres de Villarroel.