En Leizalarrrea

 

        Sábado de mediado noviembre, fresco, con un poco de sol entre muchas nubes. El otoño sigue vivo en ciertos bosques y resiste en ciertos rincones. Recordamos, nostálgicos, que uno de nuestros primeros paseos otoñales, hace cuarenta años, fue Leizalarrea, y allá que nos vamos.

Leiza sigue tan sucio de letreros, pintadas, grafitis…, como siempre, en favor de la República Vasca, de la independencia y de la lucha por llegar a ellas. Leiza ha sido el pueblo navarro con más víctimas a manos de la banda terrorista. Si exceptúo aquel domingo de septiembre de 1954, en el que compañeros de mi curso del Seminario fuimos a cantar la misa mayor, jugar un partido de fútbol y representar un drama en un salón, todas mis visitas posteriores a Leiza han sido tristes, aciagas, lúgubres, fúnebres.

Tomamos la carretera a Santesteban y en el Alto de Leiza, frente al ya cerrado restaurante, Basa Kabi (nido del bosque), un día glorioso, seguimos la pista que nos lleva al término de Leizalarrea. Unas vacas royas pastan en una de las laderas, junto a una borrica blanquinegra, que va por su cuenta. Nos metemos directamente en el hayedal y vamos hundiéndonos blandamente en el acolchado suelo de seroja húmeda, formada por varios otoños. Todavía las hayas no han perdido todas sus hojas y sus pies y tobillos están resguardados por el musgo arropador. Abundan las setas, de varios colores y tamaños, que se asoman entre las hojas secas y alrededor de los troncos. Las más vistosas son unas blancas de sombrero grande con un tinte rosáceo en el centro. Pasa junto a nosotros un cazador joven con escopeta y le sigue un perro cazador con collar y campanilla, que sube y baja, dando vueltas y vueltas, hozando nervioso en el suelo, hasta que desaparece siguiendo el silbido del amo.

Nos ponemos a comer a un lado de la pista, sorbiendo el poco sol que se escabulle de las nubes. Pero no llegamoa al segundo bocadillo, cuando la solitaria borrica, que ha bajado al camino, viene decidida hacia nosotros. La experiencia en Burgos con las cabras y en Burguete con los caballos nos hace levantar todo de mala manera, pero antes de poder entrar al coche, ya está la burra olisqueando las sillas y comièndose las migas esparcidas por el suelo. La espantamos un poco para poder recoger los trastos y poder terminar de comer, pero en cuanto entramos, vuelve la burra al trigo, es decir, a nuestra compañía, y no se mueve de ahí. Una yegua majestuosa se asoma al vértice de la ezponda y completa el cuadro. Tenemos, pues, que movernos. Bajamos dos kilómetros hacia el pueblo y nos detenemos en un recodo de la pista, de donde gozamos de una visión idílica.

A los dos lados de la hondonada, motas blancas de caseríos, colgados en las faldas medias de los montes. Rodales de pinos alerces japoneses, sabia y estéticamenrte colocados, incendian de color con sus bravas llamas amarillas la espesura amoratada de los hayedos hegemónicos, entre alguna punta de pinos insignes y algún que otro tilo, cerezo silvestre o arce. A  ratos, unas nubes bajas ponen un atrevido color blanco en el conjunto En medio de la vallonada, justo antes de la vista del pueblo, blancuzco e industrial, otro rodal de roble americano  enrojece el paisaje. Unos molinos eólicos, plantados en la cumbre del monte más alto, muelen con alborozo el viento frío que asciende de la vaguada hacia las alturas. Comienza a acariciarnos un menudo sirimiri.

Nos detenemos, a la vuelta, en Gorriti, que conocemos bien. En el atrio de su modesta iglesia recuerdo a mi compañero Jon Arricibita, que fue muchos años párroco de aquí y senador por HB, aunque no visitase nunca el Senado. En en frontón juegan a paleta unos padres y unos hijos. Cogemos la carretera de Uitzi para pasar por uno de los parajes más bellos del norte de Navarra, donde paseamos en tiempos, donde aprendimos a ver llover las hayas en momentos de calabobos como este de hoy. En la parte del señorial pueblo de Uitzi no se ve un alma. La casa de los Arraiza, a cuatro aguas, grandes sillares, linterna y una escultura del Corazón de Jesús en el balcón principal de la fachada, sigue tan cerrada y fantasmal como siempre. En la parte inferior del pueblo han construido y reconstruido varias mansiones tan robustas como hermosas.

También reina el silencio en las varias urbanizaciones del nuevo Lekunberri, ahora dos veces nuevo (berri).  Pero todo cambia al llegar al Polideportivo y Campo de Fútbol, donde bulle una multitud. Salen de un partido y parece, por los uniformes de varios grupos, que van a entrar a otro.

La noche se encarga de acabar con todo el otoño de un solo golpe.