Mazapanes de Soto

 

            Después de meses de sol sin lluvias, nos anuncian la venida inminente de lluvias y nieves copiosas. El día se ha puesto poco a poco invernizo y, pasado Logroño, ha ido tomando un color de Adviento, como me gusta cuando venimos a la compra ritual de los mazapanes navideños.

Ahí está Soto en Cameros. En medio del Camero Viejo. El río Leza, ahora solo con unas balsas que disimulan la sequía. El bonito parque a lo largo del mismo. El puente, que se siente inútil. El caserío prieto que escala hasta el mirador de Nuestra Señora del Cortijo, y aún más allá. Los cuatro cipreses del camposanto quieren ser tan altos como la torre cupular de San Esteban. Hospital de San José, ahora albergue. La casa modernista. La casa de las parras vírgenes, en plena floración otoñal. La plaza del ilustrado local, Juan Esteban de Elías, desierta. Y sin un solo admirador, su estatua que mira hacia las escuelas del pueblo -ahora, casa consistorial, con sus tres banderas-, que él financió en 1822. Baja desde el Casino un niño solitario, que ha venido desde Logroño. No hay a estas horas otros niños para jugar. El pueblo que llegó a tener 2.000 habitantes y albergó durante la Guerra de la Indepenencia la Junta de La Rioja, en invierno -nos dicen- solo tiene 14. Hundida la industria textil, mucha gente se fue, como un día  a las Américas, a trabajar a Ribafrecha, a Villamediana, a Logroño… Pero en verano se llenan todas las casas.

Vamos un rato a pasear`por el Cañón del Río Leza, la mayor maravilla del lugar y uno de los testimonios más veraces del la Depresión del Ebro. Vamos bajo montes altos, plegados y replegados. En la parte baja y mediana forman arcos de piedra, uno casi perfecto, o presentan murallones calizos, que las aguas han ido puliendo, alisando. De vez en cuando se yergue un brazo rocoso o se adelanta un baluarte, un revellín  o un poderoso contrafuerte. En la parte superior semejan murallas alargadas que defendieran los tesoros  de Cameros. Y, en uno de los cantiles más altos, la figura de un castillo con sus almenas calizas, al que el último sol les da un color carnoso, que pudo haber ser sido el modelo de los castillos riojanos. Todo un prontuario de arquitectura. Nos pasan tres paisanos y, suponiéndolos soteños, les preguntamos dónde se esconde el río Leza para aparecer, como el Guadiana o como el Esca, después, pero resulta que son franceses y no saben. Uno de ellos pensaba que el río siempre estaba seco.

Verdes enebrales y bojerales rojizos pueblan las verticales laderas. Y algunos robles, algunas encinas, algunos serbales. Unos rodales de cipreses y de pinos altos van colonizando, poco a poco,  cercanías y lejanías. Junto al cauce, ahora seco, los chopos airean su último pañuelillo otoñal. Triscan por las paredes del congosto, fresnos, olmos, sauces, zarzales, zumaques… Por aqui corrieron los dinosaurios, y ahora los imitan, con mayor agilidad y menor estruendo, corzos, ciervos y jabalíes. Hoy no hemos visto sobrevolar a los buitres locales.

Volvemos al pueblo. LLamamos al timbre de una casa, que tiene en la tercera planta un exquisito letrero: Delicias y mazapanes. Viuda de Manuel Redondo. Se asoma una señora a la ventana de arriba:

Venimos por mazapanes.

Suban por esa cuesta.

Subimos por la cuesta bien conocida y nos entendemos fácilmente. La pandemia no parece haber mermado, ni este año ni el anterior, las posibilidades de la más tradicional dulcería navideña. Dentro de un rato baja un grupo de Trevijano a llevarse algo parecido a lo que nosotros nos llevamos. Trevijano, que se llama igual que el presidente del Tribunal Constitucional, es aquel pueblo alto, al norte de Camero Viejo, pueblo antaño de ganaderos trashumantes, que, tras ser anexionado a Soto en 1970, estuvo a punto de extinguirse, pero resisitió a última hora y hoy cuenta 30 habitantes. Lo  visitamos, al anochecer, el año pasado, por estas fechas, pero nos costó entrar en él, porque un caballo blanco y un asno, en medio del carretil, nos impidieron durante un buen rato el paso. Todo un cuadro navideño.