Anochecer en Javier

 

        3 de diciembre, seis menos cuarto de la tarde. Subido al altillo de la escalera del templo del castillo de Javier, veo caer la noche sobre la iglesia parroquial y la abadía, que hicieron levantar el año de 1500 el señor de javier, Juan de de Jaso, y su esposa María de Azpilcueta. Todavía conserva el conjunto su estructura original y el patio los grandes y cortantes ruejos del suelo. Media docena de cipreses itálicos montan la guardia, entre clásica, fúnebre y mística. La mínima luz de la anochecida cierne la alta lluvia de las nubes y la deshace en unas leves gotas titubeantes. El brillo de los ventanales del cercano hotel alumbra de perfil el busto de Juan Pablo II, que aqui presidió una eucaristía festival y gloriosa en 1982.

Hasta aqui me llegan los lejanos ecos de aquella efeméride y de tantas javieradas concluidas en esta misma explanada. Y me acuerdo de aquella otra, inmensa, frente a la iglesia del santo en Goa la Vella, atiborrada de peregrinos fervorosos venidos de toda la India. Y, ahora que ha caído la noche sobre Javier, me viene a la memoria la triste y desapacible playa de Sancián, isla a las puertas de China, hacia donde espera el Maestro Francisco embarcar. Se ha ido, sin despedirse, su protector y anfitrión Jorge Álvarez. No ha venido el mercader chino que debía llevarle a Cantón.  Enfermo desde el día 21 de noviembre, y abrasado de fiebre, el mercader Diego  Vaz de Aragón le ha dejado un sitio en su choza, abierta a los grandes fríos de la noche. La del 2 al 3 de diciembre, un poco antes de que amaneciese, muere allí el misionero jesuita, agarrado a su crucifijo, acompañado solo por su fiel Antonio de Santafé.

Me parece haber oído el batir de una breve y fría ola junto a  la costa.