Me paso estos dos días siguientes a la Epifanía terminando de leer los libros sobre la Navidad y terminando de escuchar mi música preferida navideña, además de los villancicos populares, que escucho y gozo a todas horas. En cambio, he dejado de lado, casi sin darme cuenta de ello, el mundo de la pintura, que otros años solía ser una fuente de inspiración de los poemas. Este año, la verdad, no ha habido novedades. Me he dedicado más a componer poemas, entre ellos algún villancico, y a repasar libros recientes de exégetas norteamericanos, entre los que no puede faltar el que me abrió la visión de la nueva exégesis cristiana -protestante y católica- acerca de los protoevangelios de Mateo y Lucas, el veterano Raymond E. Brown, autor de The Birth of the Messiah (1979), traducido ya al español por mi condicípulo de Comillas, Teodoro Larriba, en 1982: El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia. Fue juzgado en su aparición como definitivo y magistral.
En cuanto a la música, tampoco he innovado nada, salvo alguna canción popular que no conocía o alguna que he sacado del baúl de la memoria de mi infancia y que me ha servido de musiquilla pegadiza todo el tiempo. De entre los clásicos, Bach, Händel, Vivaldi…, he vivido y revivido de manera especial el Weihnachtsoratorium, no en mi habitual versión de J. E. Gardiner, sino en en la Nikolaus Harnoncourt (1929-2016, grabada en 1982 para la televisión austríaca, en la iglesia del monasterio de Wallhausen, con el coro de niños de Tölz haciendo de sopranos y contraltos, como en los tiempos del autor. No puedo prescindir del Oratorio bachiano, y sin él, como sin villancicos, no puedo vivir la Navidad. La música me compensa con creces la letra, de un excesivo a veces pietismo intimista y efusivo, y hay arias, corales y coros, de los que no puedo salir, comenzando por los seis versos primeros del primer coro: Jauchzet, frohlocket, auf, preiset die Tage, que estoy seguro, cantan todos los bienaventurados en el cielo de Dios.