Del Montico de Idocin al castillo de Monreal

 

                   Idocin (¿Idociain?), el pueblo de Francisco Espoz y Mina (el tío), concejo y capital del ayuntamiento de Ibargoiti, es un pequeño pueblo simétrico y silencioso, de dos o tres alturas, a un lado y otro de la vieja carretera, a la vera del reciente río Elorz que baja de la próxima Sierra de Izco, al que se asoman varias casas del pueblo, de bellas fachadas muy renovadas. Hoy día tiene 45 habitantes. Un buen señor está limpiando las losas del atrio exterior de la iglesia románica  de San Clemente, el antiguo camposanto, ahora un verde jardín. Hablamos con él de don Juan Uli, aquel párroco menudo, todavía ensotanado, que solía estar en la orilla de la carretera, cuando pasábamos andando a Javier y que estuvo aquí más de 50 años. Nos dice que la cercana y robusta casa parroquial, en forma de paralepípedo, la habita ahora un joven, que paga un tanto a la parroquia. Tiene una leñera junto al muro oriental de la casa, dos tiestos de plantas oscuras en la puerta y, en la fachada, la placa de Securitas Direct.

-¿Al Montico, por ahí?, le preguntamos al paisano.

– Sí, por ahí.

La pista pasa junto al cementerio, lleno de lápidas, cruces y flores, y se abre paso entre un extenso robledal y apretados bojerales. Pronto llegamos a la cima, donde, sobre el escarpe rocoso más alto se  levantó el terraplén y la muralla, y sobre su derrumbe, una vez allanado, la ermita de la Virgen de la Encarnación. Dice Armendáriz, que lo descubrió, que el foso excavado en roca tiene una anchura de 15 a 20 metros y una profundidad de 12. Hoy es difícil verlo, porque todo el extremo sur oriental y occidental, así como el recinto central del castro, que un día fue campo de cultivo, están ocupados por un pinar, que desbancó al robledal. La extension del poblado era de 7.000 metros cuadrados. Lo mejor conservado es la muralla que rodea todo el perímetro nordeste, con algunos trozos  de sillarejos y ripios al descubierto. Siguiéndola, encontramos los restos de una antigua torre defensiva, que conserva todavía la forma de una choza, más el derrumbe de las piedras al pie. Algún curioso ha levantado alli una ristra  vertical de piedras pequeñas, seguramente como símbolo de la torre. Fue habitado el castro, por la variada cerámica encontrada, entre el Hierro Antiguo y Final, y tal vez en la Edad tardoantigua, de donde procedería el pueblo actual. A nuestra izquierda, corre el barranco de La Huertas, afluente del Elorz.

Domina el castro celtíbérico del Montico todo el valle del Elorz, junto con otros castros parejos, que iremos visitando. Tenemos en frente la parapidamidal Higa de Monreal, y debajo de ella, el viejo castro, que después fue castillo, y el poblado  subido a sus faldas. Volvemos por el Camino jacobeo aragonés, que no está muy limpio, y almorzamos, junto al río Elorz, que nos pone una música suave, frente a la casa parroquial antes descrita. No oímos un solo coche ni vemos una sola persona.

A media tarde, nos acercamos a Monreal, de cuya supuesta denominación vasca, Elo, habría algo que decir. Nos acercamos por la parte de la Higa, y Monreal se nos aparece como esos retablos blancos o semiblancos del caserío conjunto y horizontal -Aibar, Cirauqui, Mendigorría…-, que podemos contemplar en los pueblos montanos y defensivos de  Navarra. Atravesamos el casco histórico, contemplando sus bellas portadas, y por la calle El Burgo llegamos a los pies del castro celtibérico y de castillo medieval. Junto al arranque del camino que nos lleva hacia él, vemos las obras de recuperación de los fundamentos de la iglesia de Santa María del Burgo, iglesia probable del sigo XII, que fue incendiada por los solados napoleónicos durante la guerra de Independencia, y utilizadas sus piedras para reforzar lo que quedaba del castillo medieval, entonces a su servicio.

Es la segunda vez que venimos y conocemos bien el camino: está bien cuidado, con barandal de madera a ratos, pasando por el mirador, donde nos detenemos imaginando o admirando la configuración medieval de la villa: sus puertas, sus murallas, sus calles, su puente gótico de dos ojos  en el Camino jacobeo aragonés sobre el río Elorz, cuyas aguas ya nos conocen … Y también el castro del Montico que acabamos de visitar. Las dos urbanizaciones que se han levantado a los dos lados de la carretera han aumentado mucho la población de la villa, que ya se acerca al medio millar.

Vemos con alegría que han talado todas las acacias y todos los pinos de la parte superior del monte, y dejado solo  la vegetación autóctona: densos zarzales, olivardas, mostazas negras, múltiples cardos, aliagas, lechetreznas, escaramujos, gordolobos, mentastros...

En la cima encontramos la novedad del  gran aljibe recuperado y reccorremos la breve superficie del castiilo medieval, bien documentado hasta su demolición por las tropas del emperador en 1521. He leído que fue el párroco de la villa, Miguel Zabalza, a quien conocí, el que, con la buena gente del lugar, comenzó  en 1968 los primeros trabajos de limpieza y descubrimiento de los fundamentos del castillo. Amparo Castiella los estudió de cerca, treinta años más tarde, y encontró en las laderas del cerro las escasas cerámicas que quedaban del castro u oppidum de la Edad del Hierro. Hace siete años, el ayuntamiento tomó em serio el proyecto de la restauración total. El lugar no podía ser más propicio para el poblado protohistórico: la natural defensa del cerro por todos sus lados, el agua a sus pies, la visibilidad del corredor que abría el río, y que, muchos siglos después, se llamaría el ccorredor de Pamplona a Lumbier.

No queremos volver por la misma dirección, poque deseamos ver los restos de una de la  defensas inferiores del castillo, pero no acertamos a bajar por la senda habitual y tenemos que resbalarnos por un arristroso que nos deja pronto en la llanura. Aqui nos encontramos con dos muchachos y una perra, que vienen andando desde Potasas -así lo dicen ellos- y que no parecen tener miedo al empinado recuesto.

La sombra húmeda de la Higa se nos echa encima. Y Monreal va a cerrar pronto sus puertas imaginarias.