Una escapada pascual (y II)

 

                   Ya ya que en una esquina de la plaza de la Hora, de Pastrana, nos recuerdan el Viaje a la Alcarria, de CJ Cela, nos vamos a dar una vuelta por ella. Vemos de cerca el rebosante pantano de Bolarque, y brazos y colas del de Entrepeñas y del mucho mayor de Buendía, ambos con solo un tercio de su caudal, que ha hecho durante los útimos años de sequía imposibles o, al menos, muy difíciles, algunas urbanizaciones, chalés, casas de campo, fincas de recreo…, que fueron naciendo cerca de sus orillas, a menudo escondidas entre los pinares, al encanto del agua embalsada. Llegamos hasta Sacedón. Y ya que no tenemos tiempo para seguir hasta la antigua Segóbriga (ciudad de la victoria), capital celtíbera y romana de la zona, nos quedamos en la ciudad también celtíbera (lusones) de Ercávica, conquistada después por los romanos, ya en la provincia actual de Cuenca, y correspondiente al termino del pueblo próximo de Cañaveruelas: un largo espolón amesetado y bien amurallado sobre el río Guadiela, ahora fundido en el embalse de Buendía. Qué olor a tomillos, lavandas, poleos, aguavientos, salvias, adonis de otoño…

Fue municipio romano ya en tiempos de los Julios Claudios, y la primera estación, en la larga vía que atraviesa de norte a sur la provincia, de la industria del lapìs specularis, o espejuelo, piedra de yeso selenítica especular traslúcida, que en todo el Imperio se empleaba sobre todo para la construcción de ventanas en los edificios, y que se exportaba por el puerto de Cartagena. Se le llamó y se le llama piedra de la luz, piedra de la luna, piedra del lobo, espejillo de asno…

A la hora de volver, no podemos evitar la fascinación de la ciudad de Sigüenza: el castillo palacio de los obipos; las travesañas para recorrer la ciudad medieval; la gloriosa catedral de todos los tiempos, con su Doncel erudito y valiente, y la Anunciación del Greco; la plaza mayor, a la que miran todos los balcones, mientras la torre más esbelta de la catedral muestra alrededor de sus saeteras las heridas en piedra de la guerra civil. La alameda, a orillas del alto Henares, aunque en ella vemos más olmos y plátanos que álamos, es un buern sitio para la  última comida campestre.

Y más acá, Morón de Almazán, que lleva en su nombre todo un castro, además de muchas otras bellezas en su centro esplendoroso.

Tres altas y lejanas cornisas de nieve nos guiñan su penúltima luz vespertina: los Picos de Urbión, la Siera de la Demanda y el Moncayo.