El rey emérito Juan Carlos I regateó en tiempos deportivamente bien. Pero ahora, en este primer viaje desde Abu Dabi, a donde nunca debió ir, ha regateado muy mal. Ha regateado insensatamente a su hijo, el rey Felipe VI; al Estado, al que simbolizó y representó durante muchos años, y al pueblo español en general, por más que una pequeña parte, ingenua o interesada, le haya reído sus poco graciosos regateos. Su hijo Felipe VI, mucho más serio y cabal que él, ha hecho esta vez de padre y no le ha regateado admoniciones, consejos y severas advertencias, como si de un niño travieso e irresponsable se tratara. Parcialmente irresponsable ante la Justicia, con motivo de sus desaguisados fiscales por su condición real, e irresponsable moralmente, al no pedir perdón por ese escándalo ni por el escándalo constante en su vida matrimonial y como jefe de la familia real, parece haber olvidado, regatista y regateador, que el pueblo español, fuera de esa minoría antes aludida, no olvida y exige, y no porque el Gobierno lo repita como un mantra, más que una explicación, una declaración de arrepentimiento y de enmienda. Y un propósito de vivir, en España o fuera de ella, de manera discreta y con sentido común.