Recordamos y celebramos el centenario del nacimiento de uno de los más calificados y significativos poetas españoles del siglo XX, José Hierro (Madrid, 1922 – Madrid, 2002). (Tuve el honor de que fuera presidente del jurado que me premió con el Navarra de poesía en los primeros ochenta). En el discurso de aceptación del Premio Cervantes, 1988, expuso su visión no creyente de la vida, pero dispuesto a reflexionar sobre el Dios que nos habita:
Para el creyente, Dios hizo al ser humano; para el ateo, el ser humano hizo a Dios, poque lo necesitaba (y no es el momeno de someter a votación quién lo hizo mejor, pues la Razón, como saben los quijotistas, no lo explica todo, como creen los cervantistas).
Dios, empero, no está ausente en los versos de Hierro. En el poema Oración primera, de su libro Tierra sin nosotros (1947) podemos leer: Todas las cosas me comprenden / aunque sus labios estén mudos: / el agua, el árbol, el silencio, / la nube, el vino y el campo húmedo. / Son afluentes que van a Dios y Dios escucha en cada uno. / Y que Él recoja la palabra / y le dé su destino justo. Y en otro poema del mismo libro, Viento de invierno, clama: Si me hiciste, Señor, de barro tierno, / de húmedas albas silenciosas, / ¿cómo no dar , por mi terrestre invierno, / la más perfecta de tus rosas? / Si me hiciste de musgo y llamas locas, / de arena y agua y vientos fríos, / ¿no he de buscar mi ser entre las rocas, / en las arenas y en los ríos?
En Cuanto se de mí (1957), en el poema La sombra habla de Dios, también en tercera persona, que es el presente, el futuro y el pasado, de quien se pregunta perplejo: ¿Nos arranca del tiempo / para que no suframos / nosotros, sus heridas / criaturas, esclavos / sombríos? ¿Nos ve ciegos / y no puede guiarnos?
En Cuaderno de Nueva York (1998), culminación de su obra, el poema Oración en Columbia University significa la exaltación, la belleza, pero también el dolor, la rabia y la memoria. El poeta busca el epitafio para su padre y tal vez para él mismo: vivo ya para siempre. Leemos allí: Bendito sea Dios, porque inventó el silencio / y el chirrido de la chicharra / y el lagarto de fastuoso traje verde / y la brasa hipnotizadora / (horizontal crepúsculo pudo haberla llamado / don Pedro Calderón de la Barca en el declive del Barroco). / Bendito sea Dios que inventó el agua, / sobre todo el agua. Pero cuando quiere ajustar cuentas con la memoria y con su padre, apostrofa: Maldito sea Dios porque inventó a mi padre / colgado de la rama del olivo / poco después de recogerse la aceituna. / No puedo perdonárselo.
La irónica Coplilla después del 5º Bourbon, dentro de ese mismo libro, es quizás, según Juan Carlos Rodríguez, su verdadero epitafio y, a la vez, de un Dios que se le escapa, pero no deja de plasmar su búsqueda, su presencia, su resquicio:
Pensaba que solo habría
sombra, silencio, vacío.
Y murió: Estaba en lo cierto.
El mismo Dios se lo dijo.