(Mt 4, 12-16; 11, 1-4; Luc 3, 19-20; 7, 18-30)
Herodes Antipas, el Tetrarca,
el zorro adúltero y ladrón,
reprendido públicamente por Juan,
le encerró, vengativo, en la lóbrega
prisión de Maqueronte.
Dispersos sus discípulos,
Jesús se quedó a repensar su vocación
en medio del desierto silencioso.
Enfrentado allí al espíritu del mal,
y asistido por Dios,
como todos los profetas de su pueblo,
venció la vieja tentación del falso mesianismo:
conventir a las piedras en panes;
arrojarse, olímpico, del alero del Templo,
o dejarse adorar,
igual que los señores de este mundo.
Volvió después, confortado, a Nazaret
decidido a proseguir
la misión de Juan el Rabí por toda Galilea.
Quería ser la luz incandescente
de todos los que viven en las sombras;
llenar de regocijo a los tristes y aquejosos,
mayor que un siega colmada o botín regalado;
quitar el yugo de todas las espaldas subyugadas,
y la pinga de todos los hombros sometidos;
romper en dos las varas de los déspotas;
pisar las botas que patean al pueblo con orgullo
y arrojarlas al fuego justiciero.
Y se puso a proclamar el Reino de Dios,
a orillas del mar Genesaret,
y a curar con su fuerza las dolencias de todos:
los ciegos, los sordos y los mudos,
los cojos, paralíticos, lunáticos,
los leprosos y los muchos poseídos del demonio.
Cuando Juan, encadenado,
pudo oír el rumor de los prodigios,
mandó a Jesús a dos de sus discípulos:
-¿Eres tú el que tiene que venir,
el que todos esperamos,
o tenemos que esperarle todavía?
Y Jesús de Nazaret
no les largó una hermosa conferencia
ni se anduvo en hipócritas rodeos:
– Id y decid a Juan
lo que visteis y oísteis:
los ciegos ven,
los cojos andan,
los leprosos quedan limpios,
los sordos oyen,
los muertos resucitan
y se anuncia a los pobres la Buena Noticia.
Bienaventurado él,
si confía en su antiguo discípulo.
Era la síntesis mejor
del Reino que empezaba a proclamar.
Y Juan se puso a comedir
la recia y profética respuesta de Jesús
en la lóbrega prisión de Maqueronte.