Hoy, muchos medios informativos españoles nos recuerdan aquel discurso providencial del rey Felipe VI, tras la declaración de la independencia de Cataluña por el esperpéntico Puigdemont, poniendo las cosas en su punto, defendiendo la unidad de la Patria y los valores de la democracia y hasta del sentido común. Cuando toda Europa se guiaba todavía por las escenas violentas de las Fuerzas de Seguridad contra los votantes en el referéndum, cuando el Gobierno de Rajoy se escondia avergonzado ante el engaño de los Mossos d ´ escuadra y cuando el PSOE en la oposición preparaba un voto de censura contra el Gobierno de la Nación.
Aquel discurso nos dio a todos ánimo, es decir, respiro. Supimos dónde estaba lo mejor de España y nos dio aliento para proseguir la respuesta digna de un País democrático que quiere tenerse en pie. Gracias a aquel discurso, el Gobierno del Partido Popular se atrevió a poner en obra, aunque solo parcialmente, el artículo 155, y el PSOE se atrevió después de muchos titubeos -ahora sabemos que gracias a Carmen Calvo – a participar en la medida.
Con ese discurso el rey de España se ganó la confianza y la admiración de la mayor parte de los españoles. Pero también el odio y la aversión de los más empedernidos independentistas catalanes, que siguen alardeando de ello hasta el día de hoy. Y, si, después de cinco años, podemos ver con alegría el fracaso y hasta el colapso del independentismo catalán, al mismo tiempo, indultados ya todos los cabecillas, vemos con preocupación y rechazo también co-gobernar el País una buena parte de los mismos, que siguen manteniendo los objetivos de independencia y autodeterminación, reclamando ahora a cada paso el referéndum a la manera de Quebec, y al PSOE queriendo restituir por la puerta de atrás el Estatut anticonstitucional de 2006, que el tribunal Constitucional derribó, esperando tener mayoría en el mismo Tribunal.