El reino de Dios ( I )

Jesús aprendió de sus padres piadosos,
y en la escuela común de los sencillos
-sinagoga local nazaretana-
la creencia vital
del eterno poder soberano de Dios
sobre todas las obras de sus manos.
Él es el rey de reyes y rey de las naciones,
Señor de los señores de la tierra.
Pastor de hombres,
justo y compasivo,
celoso de su nombre,
exigente con los suyos,
colérico con todos los injustos,
castigador de todos los malvados.
Padre amante de su pueblo,
liberador de todas sus desdichas,
cuando acuden a Él y Él los acoge
con sus entrañas de misericordia.

Jesús aprendió de Juan en el desierto
la inminencia implacable
de la ira y la gracia de Dios
que había de venir con su justicia.
Pero aprendió después, ausente ya el rabí,
recorriendo las aldeas galileas,
el dolor y las miserias de los hombres,
los solos, los ancianos, los enfermos,
los leprosos, los llamados pecadores,
las jóvenes prostitutas,
los jóvenes sin tierra y sin trabajo,
todos aquellos excluidos
de la gente y de la ley.
A ratos le seguían y ayudaban
sus amigos pescadores y labriegos,
algún que otro zelante de la ley,
junto a algún audaz recaudador de impuestos,
y un grupo de mujeres constantes y hacendosas
que nunca le dejaron vivir a la intemperie.

Con ellas y con ellos el Maestro a menudo
oraba fervoroso al Padre celestial
que viniera su Reino
que viniera como rey y creador
a salvar a su pueblo elegido,
a librarlo del Mal,
y que todos tuvieran su pan de cada día,
y el perdón de sus deudas con Dios y con los hombres,
más útil que el pan de trigo o de cebada.

Los enfermos, los leprosos, los posesos,
que esperaban sus manos sanadoras,
los tristes y los solos,
los llamados pecadores,
las jóvenes prostitutas,
los jóvenes sin tierra y sin trabajo
invocaban el Reino que invocaba el Maestro.
Una nueva cercanía de Dios,
como nunca la sintieron en sus vidas,
alegraba sus ojos
les limpiaba las almas
y dormían felices esa noche.