Este ha sido uno de los días más tristes de nuestra democracia, que expresa bien el grado de miseria de nuestra inconvivencia democrática. Que partidos se acusenn mutuamente de golpistas no se oye todos los días en Parlamento alguno digno de ese nombre.
La cosa comenzó hace muchos años, cuando los dos grandes partidos españoles prefirieron elegir jueces adictos o cercanos a su partidismo a elegir jueces como Dios manda. Con algunas excepciones. Desde entonces, si atendemos a los términos con los que se los conoce, tenemos más que jueces unas personas que se llaman conservadoras y progresistas, mandadas por el PP y el PSOE. Lo que es la mayor corrupción de la justicia (prevaricación, al menos teórica).
El empecinamiento de la mayoría conservadora por mantenerse en el puesto, tras caducar el tiempo de su ejercicio siempre se ha justificado con el deseo de preservar la constitucionalidad de las leyes durante la presidencia de Sánchez, y la legalidad de las medidas tomadas contra los independentistas catalanes, a cuyo servicio se ha puesto Sánchez con toda clase de bicocas, con tal de tener sus votos para los Presupuestos, lo que es poner la Nación en almoneda. Y más después que el Gobierno, en su ultimatum, se haya saltado todas las normas de la decencia. Por lo que, legalmente, el Gobierno social-populista tendría razón en un principio, mientras políticamente la tendría el PP, valorando todo lo que se pone en juego. Una aporía irresoluble, ante la que el comisario de Justicia de la UE no supo qué hacer.
Hoy hemos llegado al final de la aporía, convertido el Congreso en un patio de fieras. Puede ser que el lunes tengamos la explosión final del caso. Para vergüenza de todos.